Réquiem por Obama

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Las preguntas de fondo surgen en este punto: ¿cuál es el legado del gobierno de Barack Obama quien deja el gobierno el 20 de enero de 2017?

En diciembre son comunes los recuentos, los resúmenes, las síntesis del año que se termina. El 2016 ha sido un año particularmente convulsionado en la arena política de Estados Unidos. Este escenario, con cambio de partido gobernante incluido, exige realizar un examen a la administración que se va. Un rito funerario a Barack Obama.

El cuadragésimo cuarto inquilino de la Casa Blanca deja la presidencia en manos de un empresario que lo acusó durante años de no ser estadounidense. Donald Trump representa, de alguna manera, una antítesis de Obama: millonario, estrella de televisión, sin cargo político previo, de origen noreuropeo. La misma nación que votó por el primer mandatario afrodescendiente ahora elige a un nuevo líder con cuestionables nexos con grupos de supremacía caucásica.

En una reciente entrevista con la National Public Radio, Obama apuntó a Hillary Clinton y al Partido Demócrata como responsables parciales de este giro radical en el electorado. Para el presidente saliente, su ex secretaria de Estado y oficiales del partido no supieron comunicarse con el electorado rural, que fueron los que se inclinaron por Trump en sendos márgenes. Obama indica que los medios de comunicación también tuvieron un rol decisivo en focalizar su atención en temas controversiales (los correos electrónicos de Clinton, por ejemplo) en vez de los temas promovidos por el programa del Partido Demócrata, que según el presidente cuentan con la venia popular.

Las preguntas de fondo surgen en este punto: ¿cuál es el legado del gobierno de Barack Obama? ¿Cuáles son sus políticas que cuentan con tal grado de aceptación popular, que pudieron ser eficientemente defendidas y promovidas por la candidata oficialista, Hillary Clinton? Al subrayar las deficiencias de Clinton como candidata, Obama omite sus propios flagelos como cabeza de una coalición gobernante que perdió el poder Ejecutivo, ambas cámaras del Congreso, y también la Corte Suprema, si consideramos que el miembro que falta será nombrado por Donald Trump y los republicanos con su mayoría parlamentaria.

La reforma a la salud ha sido mencionada como la piedra angular de su legado. El Affordable Care Act, ley referida de manera informal como “Obamacare”, tiene detractores en ambos lados del espectro político. Por un lado, ha sido incapaz de bajar los costos de los planes de salud (los más altos del mundo). Además, la penalización para personas que no se adhieran al sistema es un aspecto impopular de la legislación. Los republicanos abogan por eliminar la reforma, mientras que el ex candidato independiente Bernie Sanders proponía un sistema de pago único, que garantiza cobertura de salud universal, mientras mantiene la prestación de servicios de salud en manos de privados.
Si bien la reforma ha permitido ampliar la cobertura y eliminar la discriminación basada en patologías preexistentes, Obamacare se balancea entre los intereses de los pacientes, de las aseguradoras, de las empresas farmacológicas y de los prestadores de servicios de salud, no dejando a nadie fehacientemente satisfecho.

Esta indefinición ideológica está en la esencia de la administración de Obama. Acusando obstrucción parlamentaria a sus propuestas, el presidente ha preferido el camino medio, el de los acuerdos mínimos.

En el tema de inmigración, argumentando la falta de colaboración de congresistas republicanos, Obama esperó hasta el final de su primer mandato para usar una orden ejecutiva para el DACA, o “Dream Act” que protege temporalmente a jóvenes estudiantes extranjeros. También esperó hasta el ocaso de su segundo mandato para el DAPA, que favorece a los padres extranjeros de ciudadanos estadounidenses, que terminó siendo impugnado por las cortes. En tanto, se mantuvo el trabajo del desafiante programa “Comunidades Seguras” y se deportaron más de dos millones de inmigrantes indocumentados, la mayoría de ellos sin antecedentes criminales. La crisis de migrantes menores de edad desde Honduras, El Salvador y Guatemala se unió a la deplorable condición de las personas en centros de detención que esperan meses por una audiencia, muchas veces sin asesoría legal.

En política exterior, el presidente prometió un giro de ciento ochenta grados con respecto a su antecesor, George W. Bush. Sin embargo, Obama no cerró Guantánamo, involucró a Estados Unidos en la política interna de Siria apoyando a controversiales grupos rebeldes (con resultados nefastos) y tuvo que hacer frente al ascenso del Estado Islámico. Estos factores terminaron por corroer las novedades de su política exterior (renovación de relaciones con Cuba, por ejemplo) y centrando el debate en el contra-terrorismo, solidificando la estampa impuesta por Bush.

En materia económica, los estadounidenses han sido reacios en admitir los datos macroeconómicos del gobierno de Obama (crecimiento lento pero constante). Al contrario, desde la izquierda y la derecha hay descontento con el estado de la economía. Quienes apoyaron a Sanders piden un sueldo mínimo de 15 dólares por hora y los que apoyaron a Trump fustigan los tratados de libre comercio por “exportar” puestos de trabajo a países extranjeros. Hillary Clinton promovió en un principio el Tratado Trans-Pacífico (TPP), pero después se manifestó contraria a la expansión de los tratados de comercio. Mientras los feligreses demócratas subrayan que Obama tomó al país al borde del colapso económico y logró repuntar, sus detractores apuntan al salvamento de banqueros y de la industria automotriz.

La carencia de una utopía, de un marco ideológico definido que guíe las políticas públicas promovidas por el gobierno de Obama provocaron incertidumbre en el Partido Demócrata y una generalizada desconfianza del electorado en la élite gobernante. La ascención de Sanders, y últimamente de la senadora Warren, como líderes recientes del ala progresista del congreso se enmarcan justamente en la erosión de los liderazgos de la cúpula demócrata. Hillary y Bill Clinton, Harry Reid, Debbie Wasserman Schultz, Nancy Pelosi, el mismo Barack Obama, han sufrido el rechazo popular por su incapacidad de encausar al oficialismo en las reformas sustanciales que el electorado viene pidiendo desde los comicios del 2008. El “Change” (cambio) que fue el lema de la primera campaña presidencial de Obama nunca llegó. No es sorpresivo entender, en ese contexto, la fortaleza del populismo nacionalista impulsado por Donald Trump.

En las numerosas entrevistas que el presidente saliente ha otorgado, existe una evidente falta de reflexión con respecto a sus propias falencias como gobernante, lo cual es un ejercicio imperativo para convertirse en uno de los líderes que una fuerza política opositora requiere. El juicio histórico puede ir por dos caminos: culpar al congreso por su intransigencia con la administración de Obama, o bien culpar al mandatario por responder con tibieza en un momento que la nación pedía un radicalismo alejado de las conversaciones de pasillo de Washington D.C. (justamente lo que Trump promete). De todas formas, lo que es evidente es que Obama no tiene un legado con la profundidad del ofrecido por L. Johnson o el carácter y la convicción de F. D. Roosevelt (ambos, sin dudas, con sus luces y desaciertos). Obama seguramente pasará a los textos de historia como un símil de J. Carter: un hombre de buenas intenciones, que fue reemplazado por una estrella mediática que promete desmantelar el status quo, que dice aborrecer a la clase política, que puede llegar a barrer con muchos de los progresos sociales alcanzados en las últimas décadas.

Por Hugo Espinoza / Entre Noticias

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