Hay historias escalofriantes que a diferencia del caso de Michael Brown no han ocupado necesariamente espacios estelares en los diferentes medios nacionales de comunicación.
Por Rubén Luengas
«Cada 28 horas una persona de la raza negra es asesinada por la policía u otros cuerpos de vigilancia y seguridad en Estados Unidos», revela un estudio publicado por la organización Malcolm X Grassroots Movement, afirmando que si no fuera por su investigación, «esta espantosa realidad sería completamente ignorada».
Michael Brown se convirtió el pasado 9 de agosto en uno de los cuatro hombres negros desarmados asesinados por la policía en un mes. En julio 17 Eric Garner fue asesinado por asfixia en Nueva York. El 5 de agosto John Crawford recibió un disparo en una tienda en Beavercreek, Ohio. Justo después de la muerte de Brown, Ezell Ford, joven diagnosticado con una enfermedad mental, fue asesinado en Los Ángeles California.
La indignación en Ferguson, Missouri por el asesinato del joven Brown, por los intentos oficiales de tergiversar los hechos, por la represión de las protestas y por las descaradas amenazas e intimidaciones contra reporteros que acudieron al lugar para realizar su trabajo, crece cada día poniendo de paso en evidencia uno de los hechos en desarrollo de mayores consecuencias para la sociedad estadounidense que es la militarización de la policía y, paradójicamente, uno de los más inadvertidos.
En marzo del 2013 la Unión de Libertades Civiles de EE.UU. (ACLU por sus siglas en Inglés), reveló que los barrios de las ciudades estadounidenses «están cada vez más vigilados por policías armados con armas y tácticas de guerra y que es hora de comprender el verdadero alcance del impacto de esta militarización en los vecindarios».
Hay historias escalofriantes que a diferencia del caso de Michael Brown no han ocupado necesariamente espacios estelares en los diferentes medios nacionales de comunicación. Como el ocurrido en Detroit, Míchigan, donde la policía disparó y mató por error a una niña de 7 años de edad mientras dormía, tras lanzar en su casa una granada de concusión y cegamiento (flashbang).
Entre los varios abusos cometidos en Ferguson está el del policía que amenazó con dispararle en la cara a un periodista mientras transmitía imágenes en vivo de la protesta del domingo 17: «Apague esa luz o le pegaré un tiro», le dijo el policía al reportero según reportaron diferentes medios, mientras el reportero del diario The Telegraph Rob Crilly informaba en su cuenta de Twitter que había sido detenido, esposado y sacado de la escena de los enfrentamientos por agentes policiales. Tres días después el diario The Washington Post informó de la suspensión de un policía, que no fue identificado, por haber insultado y apuntado su arma semiautomática contra manifestantes pacíficos.
Periodistas de Al Jazeera, CNN y otros medios de comunicación también afirman haber sido acosados o físicamente amenazados.
Al analizar lo ocurrido en Ferguson me inscribo entre quienes piensan que sería un error de simplificación, centrarse únicamente en el problema de la militarización policiaca y sus acciones racistas como la que le quito la vida al joven Michael Brown de 18 años en Ferguson, donde en los últimos 30 años la población pasó de ser mayoritariamente blanca a tener casi un 70% de afroamericanos con una policía integrada por abrumadora mayoría de blancos. Coincido con el crítico cultural estadounidense, Henry A. Giroux, uno de los fundadores de la pedagogía crítica en este país cuando afirma que lo que estamos presenciando en este brutal asesinato y la movilización de la violencia represiva del Estado, «es un efecto sintomático del neoliberal, racista y sancionador estado emergente en todo el mundo con su maquinaria invasora y portadora de muerte social».
Ciertamente, la maquinaria asesina neoliberal está en marcha globalmente y tal vez el único recurso de control social que le queda es el de la violencia. Pero una violencia, dice Giroux, que se libra en contra de las personas consideradas «desechables» o los más débiles de la sociedad tales como los inmigrantes, los niños, los desempleados o contra los que se percatan de lo que está pasando y deciden protestar.
Bajo esta perspectiva, el concepto «zona de guerra» incluye acontecimientos como los de Ferguson, donde racismo y desigualdad son partes de la misma realidad, pero la «zona de guerra» que estamos evidenciando abarca de hecho todo el escenario de la política global en el que los ámbitos de la esfera pública y el Estado de Bienestar han sido reemplazados por los intereses especulativos de los tiburones financieros, por la dictadura del mercado y, citando a Giroux, por «la militarización de sociedades enteras, no sólo de la policía, haciendo un uso generalizado y arbitrario del castigo que se extiende desde las prisiones a las escuelas y a las calles». La actitud guerrera de los agentes de policía en Ferguson y en otras parte de la geografía estadounidense y mundial, va de la mano del Estado de vigilancia orwelliano que se nos impone globalmente en el nombre de la seguridad, del advenimiento de una sociedad autoritaria y el desmantelamiento evidente de las libertades civiles.
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Vaya, finalmente, Luengas por fin se da cuenta.