El día que Ayotzinapa se convirtió en el Tlatelolco de Peña Nieto

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Manifestaciones en favor de justicia en este caso.

Oped por Aleyda González

“El día 26 en la tarde nosotros estábamos en la escuela. Ya sabíamos que nuestros compañeros habían salido hacia Iguala, a realizar una colecta”.

Así comienza Omar García, estudiante, sobreviviente, el relato sobre el que quizás será el día más amargo de su vida. El 26 de septiembre alrededor de las siete y media de la tarde recibió una llamada en la que le decían que la policía los estaba balaceando. García corrió a avisar a otros estudiantes y salieron juntos hacia el lugar de los hechos con la intención de calmar el conflicto y traer de regreso a sus demás compañeros.

“Creímos que al llegar, pues, si eran policías los que estaban disparando, o si los policías estaban por un lado y los estudiantes por otro pues nosotros íbamos a llegar a calmar las cosas, ¿no?, a preguntar qué estaba pasando, ¿por qué la agresión?”

De acuerdo con García, la intención era tranquilizar a los agresores, dialogar y sacar de ahí a los compañeros, sobre todo porque durante las comunicaciones por teléfono ya le habían dicho que había un estudiante herido, o quizás muerto.

“Llegamos ahí. Vimos los autobuses que estaban completamente destrozados a balazos, a la altura de las ventanillas, a la altura del parabrisas, abajo, las llantas ponchadas, sangre dentro de los autobuses, sangre coagulada, o sea, no era sangre así de una gotita, era sangre en cantidades”.

Entonces encontraron al compañero Aldo Gutiérrez Solano, a quien una bala le atravesó la cabeza y sus amigos pensaban que estaba muerto. No lo estaba aún, pero al ser llevado al hospital fue declarado con muerte cerebral.

A unas cuadras estaba Edgar Andrés Vargas, quien tenía también un disparo en la cara y sangraba profusamente. “Lo cargamos como pudimos y seguimos corriendo y sintiendo los disparos todavía que impactaban contra los autos que estaban ahí a las orillas”.

Durante una pausa en la balacera, lograron correr hacia el centro de la ciudad donde se encontraron con elementos del ejército. Declara García que lejos de ayudarles éstos les decían que se callaran y aguantaran pues ellos se lo habían buscado. “Teníamos miedo”, dice García, luego hace una breve pausa y continúa “y rabia a la vez, porque no podíamos ni hablar”.

Los elementos del ejército que los detuvieron les prohibieron hablar y cuando recibían llamadas éstos tenían que decir lo que ellos (los soldados) les dijeran, evitando así que se siguiera corriendo la voz de lo que estaba sucediendo.

De acuerdo con García, los elementos del ejército los retrataron a todos, incluso a Edgar Andrés Vargas quien estaba gravemente herido, bajo la excusa de que así le dirían a la ambulancia las condiciones en las que se encontraba el herido. Pero esa ambulancia nunca llegó. No está claro si el ejército se fue o los dejaron ir, pero los estudiantes tomaron la decisión de dispersarse para poder pasar desapercibidos más fácilmente. Entonces García y un maestro se quedaron a cargo del compañero herido, “a riesgo de que nos mataran, pues, por las calles”. Pero entre los dos lograron llegar al hospital a que atendieran a Vargas pasadas las dos de la mañana.

Las narraciones de los estudiantes que lograron escapar de la muerte a manos de elementos de la policía municipal son indignantes. Es que no hay forma de entender a un aparato estatal que, una vez más, asesina a sangre fría a jóvenes, estudiantes, absolutamente desarmados. Cómo explicar que los estudiantes que salieron a recaudar fondos para unirse a la manifestación que se llevaría a cabo en la Ciudad de México el día 2 de octubre, para conmemorar la matanza de Tlatelolco, terminaran sufriendo el mismo destino que aquellos a quienes iban a recordar. ¿Es acaso que 46 años después México aún no ha aprendido nada?

Las imágenes que circularon en medios de comunicación y redes sociales, durante los días subsecuentes al ataque de estudiantes en Iguala, nos hablan de lo descompuesto que está nuestro sistema político y judicial, en un país donde el presidente Peña Nieto lleva ya casi tres años hablando de la mejoría en los niveles de violencia y omitiendo incluso hablar de ella a toda costa.

El hecho de que se encontrara el cuerpo de Julio César Mondragón, estudiante, desollado y con los ojos arranchados del rostro, describe un país donde el sadismo y la pérdida absoluta por el respeto a la vida caminan de la mano y –además- son exhibidos por el mismo aparato de gobierno.

Aún están desaparecidos 43 estudiantes. Pero a pesar de que las declaraciones de los detenidos apuntan a que podrían estar en fosas clandestinas, no se tiene certeza de que así sea. Menos aún si consideramos que “México es una tumba clandestina” como lo describiera el activista y defensor de derechos humanos Alejandro Solalinde.

Se encontró una fosa común y los restos humanos allí encontrados fueron analizados. Sin embargo, las pericias indican que no se trata de ninguno de los normalistas desaparecidos.

Por respeto a los deudos habrá que esperar a que se determine sin lugar a dudas la suerte de esos jóvenes desaparecidos. Habrá que buscar justicia para ellos y honrar lo que con sangre pagaron un puñado más de estudiantes.

“Somos un caso más de gente desaparecida. En México y en Guerrero se mata gente en esos llamados ‘daños colaterales’ en su chingada política que hay contra diferentes fuerzas, incluso entre ellos mismos. Nosotros no queremos ser parte de eso. Queremos un México justo y libre”, así lo afirmó Omar García en entrevista para noticieros televisivos.

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