Oscar Arnulfo nació el 15 de agosto de 1917 en Ciudad Barrios, a unos 160 kilómetros al este de la capital, en el departamento de San Miguel, siendo el segundo de ocho hermanos de una familia formada por Santos Romero, un telegrafista y empleado de correos, y Guadalupe Galdámez.
El domingo 23 de marzo de 1980 monseñor Romero pronunció su última homilía, la cual fue considerada como la causante definitiva de su sentencia de muerte debido a las fuertes denuncias que en ella realizara. Denuncias apegadas completamente al mensaje esencial de los evangelios.
Al día siguiente, un francotirador destruyó su corazón con un certero disparo mientras oficiaba misa en la capilla del hospital de la Divina Providencia, cerca del centro de la capital salvadoreña.
La Comisión de la Verdad que se creó para investigar los horrendos crímenes cometidos durante el conflicto armado (1980-1992) en El Salvador, señaló al mayor de inteligencia Roberto D’Aubuisson (fundador del partido de derecha Alianza Republicana Nacionalista) como el autor intelectual del asesinato.
Monseñor Romero había proclamado proféticamente poco antes de su asesinato: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño.
Última homilía de monseñor Oscar Arnulfo Romero:
«Yo quisiera hacer un llamamiento muy especial a los hombres del Ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles: Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y, ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”.
«La palabra queda y ése es el gran consuelo del que predica. Mi voz desaparecerá pero mi palabra, que es Cristo, quedará en los corazones que lo hayan querido recoger».
(Monseñor Oscar Arnulfo Romero)