Por Jaime Casillas-Ugarte
En el año de 1990 le fue otorgado el premio Nobel al poeta mexicano Octavio Paz. Y gracias a las triquiñuelas del destino, tuve la suerte de formar parte del equipo cinematográfico, que fue contratado por la Fundación Nobel, para realizar una breve semblanza fílmica a proyectarse durante la ceremonia de entrega del premio. De eso, como todo mundo sabe, se cumplen 25 años por estos días.
El día convenido para hacer el trabajo llegamos a la casa del poeta, que se ubicaba en los territorios de la colonia Cuauhtemoc, más precisamente en la esquina de Río Guadalquivir, con la Avenida de la Reforma. Fuimos recibidos por un hombre exultante, contento, radiante. Vestido informalmente pero elegante, con la mano presta a saludar a todos los del equipo de trabajo y dirigirles una cálida sonrisa. La misma disposición encontramos en su esposa, la artista plástica Marie Jo Paz.
A mi lo que más me preocupaba, al entrar en el departamento, una suerte de caja china que se abría más y más mientras penetrabas en él, era que los jóvenes del staff no fueran a golpear con las pesadas piezas del equipo, algunas de las valiosas obras de arte que colmaban las paredes.
Paz nos llevó a su biblioteca, a aquella infausta biblioteca que cuando se quemó, unos años después, lo sumió en una profunda depresión. Nuestro director, un jovencísimo inglés, quería realizar ahí una entrevista, para comenzar a entrar en materia fílmica.
Alrededor del escritorio donde Octavio Paz acaso escribió parte de la obra que ahora era celebrada con el Nobel, dispusimos la telaraña de luces. Colocamos la cámara. Se alistaron los micrófonos. Se dio el claquetazo y vino la primera pregunta. Don Octavio contestó en perfecto inglés, empañado, como siempre que hablaba inspirado, por un sonsonete yucateco. No recuerdo de qué iba la pregunta, pero si de que me invadió su alegría, su gran logro. Respiraba en una blanca sonrisa, en lo iluminado de su mirada, en lo reposado de sus palabras. Él tenía la certeza, y sus gestos nos lo demostraban, de que era un hombre en la cumbre de la gloria literaria.
Terminó su respuesta mirando a la cámara y cuando el inglesito comenzó a formular la siguiente pregunta, Don Octavio alzó su mano derecha. El muchacho se interrumpió de súbito. Se hizo un silencio desazonado, que fue aprovechado por Marie Jo para decir categóricamente: “Corte”. La cámara dejó de correr, la grabadora fue puesta en stop y casi se escuchó un efecto de patinazo de automóvil: ¡Sssssscriiiiiich!
De la penumbra, detrás de la cámara, surgió Marie Jo.
¿Cómo estuvo?, preguntó el Nobel.
Bien, pero te equivocaste. Le contestó su esposa. Y procedió a hacer una precisión en un dato que había mencionado Don Octavio. Después de su explicación, que dejó convencido al poeta, se volteó con nosotros y nos interrogó: “¿Podemos repetir la pregunta?”
Y a repetir la pregunta y la respuesta.
Pronto se estableció la mecánica del filmación. El inglesito hacía la pregunta, Don Octavio contestaba con su gesto iluminado. De las penumbras surgía Marie Jo y cortaba. Entre ellos, en un diálogo perfectamente amable y encantador, se ponían de acuerdo si la respuesta estaba aprobada y Marie Jo se lo informaba al entrevistador. A veces repetimos, las más quedaban como las había vertido el poeta.
Terminada la entrevista, teníamos que filmar algunas escenas para ilustrar. El poeta escribiendo, Close Up de su rostro concentrado, Close Up de la pluma pasando sobre el papel. El poeta parado frente a la biblioteca saca un libro y lo consulta, en un patio interior, adyacente a la biblioteca, el poeta lee un fragmento de Piedra de Sol y ya saben, ese tipo de cosas.
Para poner la cámara, para decidir el encuadre, para detallar la iluminación, Marie Jo se encargaba de dar el visto bueno, pegando el ojo en el View Finder de nuestra vetusta Eclair NPR. Cada vez que nos movíamos, ya mejor le preguntábamos a la señora. El inglesito pasó a segundo plano. La señora Jo se fijaba en las arrugas, las pecas, la luz en la cara, el encuadre, la pose, las arrugas de la ropa y no pude evitar pensar que cuidaba a Don Octavio, casi de la misma manera en la que lo hacían los gerentes de marca de los productos con los que yo trabajaba frecuentemente en campañas publicitarias. Y aquí no quiero que se piense que Octavio Paz era un producto y Marie Jo su gerente de marca, simplemente la señora quería que su marido apareciera muy bien, en el pequeño corto que se iba a pasar el día en que fuera ascendido a la gloria literaria.
Finalmente terminamos. Al despedirme de la señora me obsequió una gran sonrisa y me dio un gran beso en la mejilla. Al inglesito un apretón de mano frío. Don Octavio estuvo muy amable y como al final hubimos varios que queríamos que nos dedicara un libro, se sentó pacientemente a firmarlos todos. A el operador de sonido, hasta le regaló un volumen de “El Laberinto de la Soledad”, porque el menso no llevó ningún libro. De haber sabido me pude haber guardado mi volumen de “Lo Mejor de Octavio Paz”, comprado unos minutos antes del llamado, en un Samborn´s a dos cuadras de la casa del poeta. La verdad me dio un poco de vergüenza ofrecer aquel título, una suerte de recopilación medio chabacana, pero a través de todos estos años me he venido convenciendo de que más pena les debía de dar a los editores y a él, por consentir publicar aquello.
Cuando íbamos en la camioneta en la noche, terminando el día de trabajo, alguien, no recuerdo quién, quiso hacer una especie de mofa sobre el actuar de la señora Marie Jo. La risa fue general y me dijo que todos conveníamos en pensar que la señora debía traerse al poeta, marcando el paso. En voz alta dije mi reflexión: “Detrás de un premio Nobel, truenan los chicharrones de la señora”.
Octavio Paz murió en 1998. El final de sus días los pasó en una casa que le prestaron en la calle de Francisco Sosa, una mansión colonial enorme, espectacular y un poco lúgubre, que ahora ocupa la Fonoteca Nacional. Según entiendo, por injerencia de Conaculta, el gobierno mexicano le facilitó las instalaciones un año antes, cuando el incendio aquel destruyó su biblioteca y parte del departamento que yo conocí. Alrededor del inmueble, en plan de chisme, me enteré que el gran problema fue sacar de aquella casa a la compañera de Don Octavio, la referida Marie Jo Paz, que pensaba, o le gustaba pensar, que el caserón se lo habían regalado a su marido.
Pero de grandes mujeres detrás de grandes hombres seguiremos hablando en otra ocasión.
Jaime Casillas-Ugarte es colaborador de Entre Noticias:
Aspirante de escritor, dibujante, pintor, cineasta, guionista, fotógrafo, ciclista, beisbolista, corredor, futbolista, crítico de cine, crítico de arte, melómano, gourmet y sommelier. Trato de entender este desastre y darle un sentido. Y para eso escribo.