Desde el final de la guerra, más de 100.000 vietnamitas han muerto o han sufrido heridas por submuniciones, minas antipersona y otros artefactos.
Vista desde el aire, la provincia de Quang Tri parece estar cubierta por una frondosa vegetación, una selva tropical salvaje. No obstante, el manto verde que cubre las laderas de las montañas hasta casi el nivel del mar es, casi todo, artificial. Plantaciones industriales de árboles de caucho, té y arroz cubren lo que hasta hace unos años era roca pelada, devastada por las bombas y los herbicidas militares. Bajo el follaje de uno de esos bosques de caucho, de árboles alineados con escuadra y cartabón, cuatro personas vestidas con trajes pardos, sombreros de ala ancha y máscaras negras, se mueven como fantasmas. Silenciosas. Atentas. Pisando con cuidado. Los ojos fijos en el suelo del bosque. Cada pocos minutos, “bip, bip”, suenan los detectores de metales y el grupo se mueve unos metros.
Unos meses antes, en un escenario similar, su compañero Ngo Thien Khiet perdió la vida al estallar el artefacto que manipulaba. La bomba, del tamaño de un puño, era una submunición de una bomba de racimo, enterrada en el bosque desde la guerra contra Estados Unidos. Khiet es la última víctima de una contienda que acabó hace 41 años. Entre 1955 y 1975, la guerra de Vietnam acabó con la vida de entre 1,5 y 3,8 millones de personas (según distintas fuentes). El conflicto comenzó cuando el gobierno comunista de Vietnam del Norte apoyó a los rebeldes que se enfrentaban al régimen títere de Washington de Ngo Dinh Diem en Vietnam del Sur. Ello provocó la intervención militar de EEUU, que acabó perdiendo la guerra.
El conflicto también afectó a las zonas fronterizas de Camboya y Laos, que fueron atacadas por la aviación estadounidense con el objetivo de destruir la conocida como ruta de Ho Chi Minh, por la que el norte abastecía a los rebeldes en el sur. Se calcula que el Ejército de EEUU arrojó alrededor de 7,8 millones de toneladas de bombas en total, aproximadamente el doble de la cantidad usada por los aliados en toda la Segunda Guerra Mundial. Vietnam es el país más bombardeado de la historia en términos absolutos.
Quang Tri, situada justo en la frontera entre el norte y el sur (en la conocida como Zona Desmilitarizada o DMZ) recibió la peor parte: miles de toneladas de bombas masacraron la provincia. No quedó un rincón por bombardear. El 10% de las casi ocho toneladas de bombas que los Estados Unidos lanzaron sobre Vietnam, Camboya y Laos no estalló: 800.000 toneladas de asesinos silenciosos, esperando bajo tierra, en el cauce de los ríos, en los arrozales y entre la maleza. En 2009, la Fundación de Veteranos Americanos de Vietnam (VVAF, en sus siglas en inglés) llevó a cabo una encuesta de percepción de contaminación por artefactos no explosionados (UXO) en cinco provincias del centro de Vietnam. Los resultados fueron estremecedores: la población creía que, al menos, un 30% de la superficie estaba contaminada.
Thao Griffiths es la directora nacional del VVAF. Se apresura en asegurar que es vietnamita, nacida y criada en la provincia norteña de Ha Giang: “Tiene sentido que los vietnamitas participemos, porque las diferentes magnitudes del problema y la situación tan compleja que causó la guerra en Vietnam harán que tardemos muchas más décadas en solucionar el problema”.
100.000 muertos tras el conflicto
Desde el final de la guerra, más de 100.000 vietnamitas han muerto o han sufrido heridas por submuniciones, minas antipersona y otros artefactos –lo que se conoce con el nombre global de “restos explosivos de la guerra” (en inglés, ERW). Del total de víctimas, 7.000 (más de 2.000 eran menores) se produjeron en la provincia de Quang Tri. Un poco más del 1% de la población de esta región se ha visto afectada por este drama. “En 1975 la población evacuada tenía que volver a las tierras”, explica Griffiths. Por esa razón, el gobierno vietnamita convirtió en “prioridad número uno la descontaminación de la superficie”.
Ngo Vinh Long, historiador y profesor en la Universidad de Maine (EE UU), era cartógrafo militar en 1979, cuatro años después del fin de la guerra, y participó en una de las primeras campañas para identificar la contaminación por restos explosivos en Quang Tri: “Entonces había una media de siete toneladas de bombas activas por kilómetro cuadrado y para localizarlas se usaban varas de bambú, clavándolas en la tierra, cada medio metro, tratando de identificar objetos metálicos al tacto”.
El día que la bomba estalló, Ngo Thien Khiet tenía 45 años, mujer y dos hijos. Sus compañeros lo describen como un hombre serio y metódico, un profesional. Khiet acumulaba más de una década de experiencia en la localización y desactivación de explosivos. “Cuando hablan de su trabajo, ves que los compañeros de Khiet están orgullosos, felices de hacer lo que hacen”, constata Nguyen Thi Dieu Linh, directora del programa de inspección y retirada de objetos explosivos de Project RENEW.
Cada equipo de mapeo técnico del proyecto cuenta con seis miembros: un líder, cuatro técnicos y un médico. Sistemáticamente, dividen el área a su cargo en pequeñas parcelas de unos cinco metros cuadrados. El líder de equipo usa cuerdas para partir cada parcela en cuatro partes iguales, y cada técnico usa un detector de metales para sondear el terreno. “Bip, bip”.
En cuanto se descubre una bomba, el jefe de equipo la extrae con una pala, la parcela se marca como contaminada y todo el equipo se mueve hacia una nueva parcela. Los objetos extraídos se destruyen al final del día, y la zona queda marcada en el mapa para, más adelante, facilitar la descontaminación.
Vivir entre las bombas
Duong Duc Tam es uno de los líderes de equipo de Project RENEW. “La población local nos informó que sospechaba que esta zona estaba muy contaminada. Entre 1967 y 1972, la aldea que hay aquí cerca [Thon Doc Kinh] se usaba como almacén de armas del Ejército norvietnamita, pero la fuerza aérea americana lo detectó, y por eso fue bombardeada con todo tipo de munición”, explica Tam. “Es una zona muy peligrosa. En un año se han encontrado aquí más de 600 bombas, pero aun así la gente ha cultivado todo tipo de árboles comerciales. Tienen que comer”, lamenta mientras señala un mapa lleno de puntos rojos. Tam habla con la vista fija en sus compañeros, que se mueven despacio a unos 20 metros, mirando al suelo, precedidos por el balanceo de los detectores de metales. De repente, pasa una mujer en motocicleta, con dos cubos llenos de resina de caucho. “Bip, bip”.
“Acaban de encontrar una”, se excusa Tam. Project RENEW trabaja a partir de evidencias presentes, no de información histórica: “Enviamos equipos a las aldeas a hablar con la gente”. A menudo, explica Linh, los que más datos aportan son los chatarreros. Tiene lógica. La colecta de metales, así como el mercado negro de explosivos, han sido actividades económicas habituales en las zonas más deprimidas de Vietnam. Quang Tri es una de ellas. En marzo de este año, una explosión mató a cuatro personas e hirió a diez más en Hanoi, la capital del país. Un chatarrero causó la detonación al tratar de cortar una bomba con un soplete. Muchos de los artefactos que los chatarreros encuentran en el centro de Vietnam acaban viajando al norte, hasta la capital, donde se recicla el metal.
Desde el final de la guerra, un tercio de las víctimas de objetos sin explosionar en Quang Tri han sido niños. “Son curiosos, no saben del peligro. Además, la mayoría de ellos vive en zonas rurales, donde ayudan a sus familias con trabajos de ganadería, y están expuestos a las bombas”, denuncia Ngo Xuan Hien, otro de los responsables de Project RENEW.
Los esfuerzos educativos son uno de los objetivos más importantes de esta organización. El grupo mantiene un centro de interpretación, y establece visitas escolares y otras iniciativas para preparar a las nuevas generaciones contra el efecto de los mortíferos restos de la guerra. Nguyen Thanh Phu está al cargo del programa. Su prioridad pasa por crear redes de autoeducación en las aldeas, escuelas y barrios. “No sólo queremos educar. Queremos fomentar que la gente sea parte de la solución”, explica Phu. Para conseguirlo, entrenan a jóvenes voluntarios y maestros locales, para que sean así el punto de referencia en sus respectivas áreas. “Gracias a esa red, este año llevamos más de 300 bombas descubiertas por la comunidad”, cuenta. Hien está orgulloso de los esfuerzos educativos de su organización: “En los últimos tres años, no ha resultado herido ningún niño de menos de 15 años”.
El peligro de las bombas de racimo
Una bomba de racimo está compuesta por centenares de pequeños explosivos (los vietnamitas las llaman baby bombs) rellenos de metralla, que se encierran en una vaina metálica. Al ser lanzada desde un avión, la vaina se abre en el aire, repartiendo las submuniciones por un área extensa y causando una devastación indiscriminada. “Encontrar una baby bomb significa que vamos a localizar muchas más en su entorno inmediato”, señala Linh, la directora de programa de RENEW.
En 2001, cuando se estableció el proyecto, 89 personas al año eran víctimas de los artefactos sin explosionar. “La cifra se ha reducido año a año”, destaca Ngo Xuan Hien. “El año pasado tuvimos tres muertos y cuatro heridos, y este año pensábamos que conseguiríamos llegar a cero víctimas, hasta que sucedió el trágico accidente a nuestro compañero”, recuerda.
El artefacto que mató a Khiet era una submunición de una bomba de racimo, con detonador retardado. “Es el objeto más peligroso que podemos encontrar, y hay que destruirlo in situ”, explica. Actualmente, 119 países (España entre ellos) han firmado la Convención contra las Bombas de Racimo, que prohíbe la producción, comercialización y acumulación de estas armas. Ni Estados Unidos ni Vietnam lo han suscrito.