Una constante de la historia europea desde la caída del Imperio Romano y el triunfo del cristianismo fue la persecución de los judíos y de las minorías disidentes o molestas. El judío, el árabe, el gitano, el pobre, se convirtieron por voluntad y palabra de quienes dominaban los púlpitos –antiguas televisiones de proximidad- en responsables de todos los males que azotaban a las sociedades del tiempo antiguo. La peste bubónica, la lepra, el envenenamiento de las aguas, las hambrunas, las inclemencias meteorológicas eran reconducidas por los pontífices hacia la perfidia de determinadas colectividades que, ajenas a lo ario, habían llegado del averno para enturbiar las claras y pacíficas aguas de la convivencia entre autóctonos. Ahora, a día de hoy, ya no son los judíos centro de las iras pueblerinas, todo lo contrario, de perseguidos han pasado a la categoría de perseguidores implacables sin que su desgraciada historia les haya servido para no cometer los errores que secularmente se perpetraron con ellos. Sin embargo, siguen siendo muy peligrosos los musulmanes, los gitanos, los extranjeros pobres y los pobres nacionales.
Hace unos años estaba en la casa de mi madre reponiendo un muro que había sido dañado por las lluvias. Para tal labor busqué la ayuda de un joven almeriense que estaba en paro y necesitaba ganar dinero como fuese. Mientras trabajábamos con el cemento y la arena me fue contando su vida. A los quince años dejó los estudios porque había encontrado trabajo en una obra, un trabajo por el que le pagaban mil quinientos euros por llevar y traer carretillas con ladrillos. Satisfecho con la situación decidió casarse, comprarse un piso y tener un hijo, con tan mala fortuna que a los cuatro años estalló la burbuja inmobiliaria quedándose entonces sin trabajo, sin piso, sin auto, sin ESO ni bachiller pero con un hijo y un montón de deudas. De aquel tiempo de esplendor se había salvado la play station 2 y una serie de juegos ad hoc en los que empleaba casi todas las horas del día y de la noche. Su historia, en verdad dramática, no difería mucho de la de miles y miles de jóvenes que al calor del ladrillazo dejaron los estudios sin que ninguna Administración Pública -ni la local, ni la autonómica ni la estatal- tomasen ningún tipo de decisión para impedir que adolescentes que no habían terminado la enseñanza obligatoria accediesen al “mercado laboral”, iniciando de ese modo el camino más recto hacia la exclusión social. Estuvimos varios días trabajando, hasta que una mañana al ver a dos bolivianos podando unos árboles en las inmediaciones me dijo cargado de odio y resentimiento: “Esto con Franco no pasaba, lo que había en España era de los españoles”. Me quedé un momento mirándolo y le pregunté, ¿sabes quien fue Franco? Me dijo que un hombre que había ganado las elecciones muchas veces y había hecho mucho bien a España. Nuestra relación laboral acabó ahí, después lo lamenté, tal vez podría haber hecho algo más, pero en ese momento me resultó imposible. Pues bien, el hombre que ha ganado las elecciones en Estados Unidos, Donald Trump no es muy diferente a mi compañero de trabajo, sólo se distinguen en que mi compañero no tenía un duro.
En España nadie puede esperar el triunfo de la ultraderecha porque ya llegó hace cinco años, con su franquismo brutal, con su odios atávicos, con su predisposición a hacer todo lo posible para que los que más tienen tengan más y menos quienes de más carecen. En Estados Unidos, sin embargo, nunca ha existido un gobierno que no fuese de derechas y lo lógico es que hastiados de gobiernos que difieren poco unos de otros optasen por la ruptura, podían haber elegido el camino de Bernie Sanders, pero eso olía a antiamericano mientras Donald Trump olía a hamburguesa bien preñada, a asociación del rifle y a quien la hace la paga, todo ello mucho más americano. Los yanquis que votaron y los que se quedaron en su casa siguiendo la consigna extendida por los medios oficiales de que todos son iguales, decidieron llevar al despacho oval de la Casa Blanca a un analfabeto que había sabido llegar al populacho con propuestas demagógicas que prometían soluciones inmediatas a los males causados por la globalización y los extranjeros, propuestas tan entendibles como castigar a aquellas empresas que deslocalicen su producción o expulsar a los emigrantes. Trump es racista, xenófobo, homófobo, misógino, clasista y mala persona, pero además es un ignorante, un patán que apenas sabe articular un pensamiento medianamente complejo, como le sucede a la mayoría de los votantes que le han otorgado el triunfo. No se pierde en circunloquios macroeconómicos ni en debates hueros, va directamente al grano, ha encontrado al causante de todos los males que sufre el americano medio y promete acabar con él para devolver el bienestar a la buena gente, como Rajoy. El enemigo es el extranjero, el hispano, el musulmán, el negro, las mujeres, los diferentes; la buena gente, él, los dueños de las petroleras, farmacéuticas y armamentísticas, los hombres y mujeres que cumplen con los oficios religiosos y no se meten donde nadie les llama.
Sin embargo, Trump no ha surgido porque sí, como Hitler no cayó de una estrella. Como sucedió en la década de los años treinta en Alemania, las sociedades occidentales de hoy en día llevan muchos años acumulando odio y rencor contra las clases dirigentes, contra la utilización de la democracia por políticos profesionales que apenas saben de ideologías pero sí de intereses personales y corporativos, de representantes que una vez elegidos se olvidan de los electores y de las promesas que les dieron el triunfo, de discursos repetitivos y vacuos que se evaporan pasados los comicios, de la depreciación del valor del trabajo debido a la competencia de países que no respetan las reglas del juego porque nadie se lo ha exigido, porque quienes han ido a Oriente abandonaron Occidente para no tener que pagar seguros sociales ni cumplir con leyes que limitaban la jornada laboral o prohibían el trabajo de niños, ancianos y enfermos, de que el Fisco se fije únicamente en quienes tienen nóminas y no en quienes amasan fortunas inmensas muchas veces al calor de los presupuestos de los Estados, de que la palabra “recorte” se haya convertido en la informadora única de cualquier política económica. Donald Trump, Rajoy, May y los que están por venir, son el resultado de todo ese orden de cosas, de unas sociedades que se han separado casi totalmente de su clase política convertida en Nomenclatura tal como sucedió en los últimos años de la URSS.
Durante las últimas décadas la democracia ha enfermado, no responde a lo que los ciudadanos esperan de ella porque quienes acceden al poder trabajan para los poderosos, llegando a situaciones tan abusivas y crueles como la actual subida de la luz en España en plena ola de frío siberiano, dando por normal que una parte muy considerable de la población esté en paro o aún trabajando no pueda cubrir con el sueldo los gastos más elementales, otorgando rango de naturalidad al robo, el nepotismo y la prevaricación. Trump, que es un corrupto y una persona que presume de no pagar impuesto para mantener a “esa gente”, es un golpe encima de la mesa del sistema, pero un golpe en el lado equivocado porque con su demagogia barata ha captado el voto de sesenta millones de norteamericanos –más de ciento cincuenta se han quedado en su casa viendo el partido de beisbol al calor de unas birras- que serán empleados en llevar el capitalismo hacia el paroxismo, o sea hacia el fascismo. En Europa ya tienen los brazos abiertos nuestros gobernantes patrios más los que sin ningún pudor se reunieron en Coblenza para dar carta de naturaleza, otra vez, a la Internacional Negra. Entre tanto, quienes han sido elegidos por los ciudadanos para defender el bien común y el interés general, seguirán a lo suyo, mirando hacia otro lado, como si aquí no estuviese pasando nada, y ya lo creo que ocurre, tal como han hecho las cosas nadie puede hoy aislar a China y en Europa, Theresa May, con el apoyo de Trump y los ultras del continente, está dispuesta a hacer saltar por los aires una Unión Europea que nadie quiere tal como está porque con sus actuales políticas está consiguiendo que sus ciudadanos vivan peor cada año. Si no reaccionamos con todas nuestras fuerzas ante lo que ya está aquí, delenda est democracia.