Si bien durante unos días la capacidad de transmisión de este agente patógeno se tomó con cierta displicencia, pronto se evidenció que el virus poseía un grado elevado de afectación entre los seres humanos, y no sólo eso: además, con el desarrollo de los contagios se hizo manifiesto que al ser esta una nueva variante de coronavirus, muchas personas quedaron literalmente indefensas ante el ataque del COVID-19. A la fecha (28/03/2020), en el mundo suman ya 29 848 fallecimientos, de un total de 640 589 casos confirmados de contagio, siendo Estados Unidos, Italia, China, España y Alemania los cinco países con mayor número de incidencias, seguidos de Francia, Irán, el Reino Unido, Suiza y los Países Bajos. Por el momento, el país de América Latina con mayor número de personas contagiadas de COVID-19 es Brasil, con 3 904 casos confirmados, de los cuales 114 han resultado en fallecimientos, 6 se han recuperado y 3 784 continúan activos. Todo esto según información recabada por el Centro de Recursos sobre el Coronavirus de la Universidad Johns Hopkins (Estados Unidos).
En vista de que, como decíamos, esta es una pandemia con la cual se ha vivido ya un par de meses y la cual, por otro lado, ha evolucionado con notable rapidez, al momento hay ya varias lecciones dejadas por la experiencia que tuvieron los primeros países que se vieron obligados a tratar con la enfermedad, China e Italia, principalmente, los cuales representan de algún modo los dos polos extremos de acción frente al coronavirus.
En el caso de China, dado que fue el primer país en enfrentar el problema y la crisis derivada de este, pronto quedó claro que el principal riesgo de una epidemia con las características de la del COVID-19 es la saturación de la estructura sanitaria y médica de un país. La facilidad con que el virus se contagia, la confusión que puede existir respecto de sus síntomas (similares a los de una enfermedad respiratoria común) y el pánico en el que la población suele caer en situaciones como esta, fueron tres factores que rápidamente desbordaron el sistema de salud chino, especialmente en relación con su infraestructura hospitalaria. Cabe recordar a este respecto que, en medio de esta situación (y quizá todavía sin conocer bien a bien las dimensiones de la crisis), las autoridades del país se vieron obligadas a construir en cuestión de días un nuevo hospital con capacidad de mil camas, destinado únicamente a tratar a las personas contagiadas de coronavirus en la ciudad de Wuhan.
Con la experiencia del país oriental se notó entonces que el riesgo que acompaña el COVID-19 no es meramente de salud personal o colectiva, sino sobre todo de salud pública, en el sentido más estricto del término, pues ningún Estado, ningún gobierno, por más preparado que esté, por más recursos con los que cuente, tiene la capacidad de enfrentar un contagio verdaderamente masivo, como, de hecho, este coronavirus tiene la capacidad de provocar.
En ese sentido, Italia es la otra cara de la moneda. Aun con ser un país desarrollado, con una infraestructura de salud pública acorde a su nivel económico (y, por otro lado, con una calidad de vida promedio diametralmente distinta a la de China, igualmente con una composición demográfica muy diferente), es a la fecha el segundo país más afectado por la pandemia. ¿Por qué?
En este escenario, es ahora claro que China no tuvo tiempo de aprender una lección que, por otro lado, Italia desestimó. Que la manera más efectiva de frenar los contagios, reducirlos al mínimo e intentar prevenir su crecimiento exponencial es, de hecho, una sola medida: limitar tanto como sea posible el contacto físico entre la población.
La siguiente gráfica, desarrollada conceptualmente por Drew A. Harris, especialista en salud pública y políticas de salud de la Universidad Thomas Jefferson (Estados Unidos), muestra la importancia de la prevención de contagios en relación con la capacidad de un sistema de salud nacional:
La idea de “aplanar la curva” hace alusión al concepto estadístico de la “curva de normalidad” hacia la cual tienden muchos fenómenos que se repiten en el tiempo en muy distintos ámbitos: en la naturaleza, en el mundo subatómico, en la sociedad, en las matemáticas, la ingeniería y otros. Grosso modo, la “distribución normal” que sigue la incidencia de un fenómeno es un número reducido de casos, lo cuales aumentan hasta alcanzar un pico máximo para después comenzar a descender hasta ya no presentarse. Por la forma que, al graficarse, toman los datos de un comportamiento de este tipo, a esta recurrencia se le conoce también como “campana de Gauss” (en honor a Carl Friedrich Gauss).
Pues bien, la pandemia del coronavirus COVID-19 está siguiendo ese comportamiento. China fue el primer país afectado y todo parece indicar que ahora es ya el primer país en ir en descenso de la curva.
En otros países, sin embargo, sobre todo en aquellos en donde el número de contagios puede considerarse todavía menor, la situación es ambigua, pues pueden seguir el camino de Italia y, entonces, enfrentarse a un crecimiento exponencial de personas infectadas por el virus o, por otro lado, pueden tomar las medidas que han demostrado ser más efectivas para contener la crisis.
La gráfica siguiente muestra el comportamiento de la infección a partir de cien personas contagiadas de COVID-19 en diferentes países.
Como puede observarse, en China, Irán, Italia y España, el número de personas contagiadas se duplicó cada dos días, mientras que en Japón esa misma duplicación ocurrió cada cinco días. Visto con cifras, esto quiere decir que en diez días, Italia pasó de 3 400 casos de contagio a 44 000; en tan sólo semana y media, el incremento de personas infectadas en Italia fue de 1194.12%. Como decíamos anteriormente, no hay sistema de salud en el mundo, por muy desarrollado que esté, que tenga la capacidad de tratar una crisis de esta magnitud de un día a otro. En ese mismo periodo, Japón pasó de doscientos a 4 200 casos.
De ahí la importancia de hacer el esfuerzo personal y colectivo por impedir que la curva crezca. ¿De qué manera? Limitando el contacto social. Por elemental que parezca la medida, hasta ahora es la única que ha demostrado su efectividad frente a la capacidad de transmisión del virus. Esta tercera gráfica muestra la probabilidad de encontrar a una persona infectada por coronavirus COVID-19 en una reunión social.
Como vemos, en tanto haya más personas contagiadas deambulando en concentraciones públicas, el riesgo de contagio aumenta también exponencialmente. En un escenario en que hay mil personas portadoras del virus, la probabilidad de contagiarse en un encuentro deportivo (un partido de futbol con diez mil asistentes al estadio, por ejemplo) es de casi el 6%, pero en esas mismas condiciones el riesgo de contagio aumenta al 45% si el evento en cuestión es un festival de música con cien mil asistentes.
Con estos datos es sumamente claro que la “distancia social” es importantísima para frenar los contagios de COVID-19. Entre otras, estas son las medidas ante la epidemia que varios gobiernos han implementado en sus territorios y con su población:
►Limitar los contactos físicos tanto como sea posible.
►Trabajar desde casa.
►Cerrar escuelas y otros lugares donde se reúnan más de un cierto número de personas.
►Imponer límites estrictos a la concentración de personas.
En suma, entrar en cuarentena social.
Si bien el ser humano tiene naturalmente a establecer vínculos y, a partir de ellos, formar comunidades, también es cierto que a lo largo de nuestra evolución y nuestra historia nuestra especie se ha caracterizado también por su alto grado de cooperación y trabajo coordinado en pos de un mismo objetivo.
Pues bien, esta es una ocasión en que ambas cualidades están en juego. Por un lado, debemos renunciar momentáneamente a nuestra inclinación natural a socializar, pero a cambio de un bien mayor: el del cuidado y la salvaguarda de nosotros mismos, nuestros prójimos y nuestras comunidades.
Tomado de: PijamaSurf
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COVID-19: ¿Qué es y qué hacer ante la epidemia?
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