“Valores” y “principios” que deja el neoliberalismo

El neoliberalismo sirvió para deslegitimar la institucionalidad pública y “criminalizar” las capacidades estatales.

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«Dejemos que el mercado gobierne»

Por Juan J. Paz y Miño Cepeda

El primer artículo sobre el tema del “neoliberalismo” en América Latina enfocó sus orígenes vinculados a dictaduras sangrientas (https://bit.ly/3kYnODt); el segundo describió cómo fue adoptado en la “era democrática” de la región durante las décadas finales del siglo XX (https://bit.ly/3vHMLIj); y el tercero se refirió específicamente a Ecuador (https://bit.ly/2P1kdcv). Pero ¿qué tipo de “principios” ha podido edificar el neoliberalismo latinoamericano?

El triunfo del neoliberalismo, vinculado a la globalización transnacional luego del derrumbe del socialismo en la URSS y en Europa del Este, sirvió para consagrar el supuesto “fin de la historia”, idea originada en un libro de Francis Fukuyama (El fin de la historia y el último hombre, 1992), quien sostuvo que la economía de libre mercado y la democracia de tipo occidental solo tenían un prominente horizonte de desarrollo y crecimiento hacia el futuro. La derecha académica de América Latina se apropió de la idea y, en adelante, tanto el marxismo, como los marxistas y la utopía socialista fueron acusados de caducos y entendidos como piezas de la antigüedad, reducidas a círculos de fanáticos, que habían dejado de comprender el nuevo mundo.

Había llegado el momento de saludar al capital y rendirse a sus pies. Las economías latinoamericanas debían volverse “competitivas” y “abrirse al mundo” mediante la “modernización”, reducida a las consignas idealizadas por las oligarquías y burguesías internas que, en definitiva, clamaban por paralizar las inversiones públicas, achicar presupuestos, privatizar bienes y servicios públicos, canalizar los recursos financieros del Estado al servicio del sector privado, aflojar los sistemas de impuestos y dejar “libres” a los mercados y las empresas, campeonas en saber cómo se crea empleo y, sobre todo, riqueza. No había que descuidar la necesaria “flexibilización” del trabajo, porque de lo contrario los inversionistas carecerían de estímulos y, además, afectarían sus rentabilidades. Tampoco importaba el medio ambiente, al momento de explotar recursos para la acumulación interna o externa.

El historiador Héctor Pérez Brignoli se refiere a esta “utopía neoliberal” de la siguiente manera: “El esquema es muy simple: dejemos que nos guíen las fuerzas del mercado, eliminemos controles, aranceles, subsidios, reduzcamos al Estado y sus instituciones a un mínimo, dejemos todo a la iniciativa privada y en poco tiempo el bienestar general estará con nosotros.” (Historia Global de América Latina, 2018). Pero ese bienestar nunca llegó a la región.

Quienes reaccionaron contra semejante pobreza de conceptos y valores, a fin de reivindicar la democracia, la justicia, la soberanía, la dignidad de los pueblos, el sentido patriótico, la lucha antimperialista, el deseo por sociedades equitativas o la defensa del medio ambiente, entre tantos otros aspectos de profunda raíz social, fueron atacados o considerados como “dinosaurios” de la vida política o de la reflexión en las ciencias sociales. En Ecuador, durante las décadas finales del siglo XX y al compás de su consolidación neoliberal, se llegaba a reproducir frases tendientes a la descalificación de los ideales superiores de la humanidad, como “con la soberanía no se produce”, o también: “con la dignidad no se come”. Ya que el “éxito” pasó a ser medido solo en términos de riqueza, se dejó de explicar la pobreza por sus raíces históricas y estructurales, porque salir de ella simplemente dependía del triunfo individual, de modo que todo pobre lo era porque no sabía ser “emprendedor” y trabajar decisivamente para acumular y volverse rico. Igual los subempleados o los desempleados: no eran personas capaces de “buscar” cualquier empleo para salir de su situación que, supuestamente, los “socialistas” querían solucionar “quitando a los ricos para dar a los pobres”, lo cual resultaba una fórmula totalmente inaceptable. Los recursos del Estado tampoco debían malgastarse en bonos, subsidios a los sectores populares o seguridad social pública, porque lo que se requería es dar “dignidad” a la gente, “enseñándole a pescar” y no manteniéndole ociosa con el “pescado” público. Y las frases con semejante tono de arrogancia y prepotencia de la elite triunfante con el neoliberalismo bien pueden multiplicarse en cada país. Al menos un rasgo más “académico” lo proporcionó el economista peruano Hernando de Soto en su libro El otro sendero (1986), para quien el sector informal latinoamericano, al carecer de derechos de propiedad, no se integra a la economía y la pobreza crece, por lo cual hay que “formalizar” al sector y colocarlo dentro de los emprendedores.

El neoliberalismo sirvió para deslegitimar la institucionalidad pública y “criminalizar” las capacidades estatales. Todo en el Estado ha sido visto como burocrático, “político”, corrupto e ineficaz. El empresariado privado luce portador no solo de la verdad histórica, sino del desarrollo. Es el Estado, cuando interviene, el que compite, en forma desleal, con él. El mundo “moderno” es de las empresas y los emprendimientos, de modo que se valora tanto al que vive como lustrabotas o vende frutas en una esquina (ambos son “emprendedores”), como al que gerencia una transnacional, sin advertir las diferencias clasistas que están de por medio.

El neoliberalismo ha agudizado las visiones oligárquicas de los grupos de poder económico en las sociedades latinoamericanas. También su corrupción. Esas elites no están dispuestas a que el Estado regule sus actividades, les cobre impuestos, impida el saqueo de recursos, garantice derechos sociales, laborales y ambientales, imponga los intereses nacionales, asuma posiciones de soberanía y dignidad, enfrente al imperialismo. Esos poderosos sectores económicos no quieren ningún tipo de redistribución de la riqueza, que la consideran originada exclusivamente por sus actividades, ya que es imposible que comprendan que es fruto de la acumulación de valor socialmente generado.

Después de la experiencia del primer ciclo de gobiernos progresistas y de nueva izquierda en América Latina, los intereses neoliberales en la región advierten como peligroso un segundo ciclo y por ello han sustentado gobiernos conservadores e instituciones de control que sean intermediarios para impedir el avance de esas fuerzas progresistas. En Ecuador, la reimplantación del “neoliberalismo” desde 2017 se ha visto acompañada por un clima inédito de antivalores en la historia contemporánea del país, incorporados al desbarajuste institucional del Estado: traición, mentira, cinismo, persecución, desvergüenza, represión, una cultura del privilegio, y en plena pandemia por el Coronavirus, una amplia corrupción, incluso tapada mediáticamente.

La democracia latinoamericana ha dejado de ser un sistema defendible, si es que no son las derechas económicas y políticas las que acceden al control del Estado con gobiernos a su servicio. Y en lo que va del siglo XXI, es posible advertir, cada vez con mayor claridad, que en la región se acrecienta la polarización entre dos tipos de fuerzas sociales: de una parte, las elites identificadas con el neoliberalismo; y, de otra, los sectores populares, trabajadores, movimientos sociales, capas medias e incluso cierto empresariado mediano, que se identifican con la construcción de una economía social. La coyuntura electoral que vive Ecuador y que se resolverá el 11 de abril de 2021 con la segunda vuelta presidencial, es muy expresiva de este proceso.

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