El debate interminable – por Jaime Casillas-Ugarte

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Debate interminable - Casilla-Ugarte

Por Jaime Casillas-Ugarte

En días pasados Barak Obama, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, en un hecho inusitado, visitó la ciudad japonesa de Hiroshima. Encabezó una ceremonia con palabras sentidas, arreglos florales y lo mismo de siempre. La prensa destacó algunos de los conceptos vertidos en el evento, ganando atención el repetido sonsonete de querer acabar con los arsenales nucleares del mundo. Lo único verdaderamente novedoso en toda esta escenificación, fue que en los casi 71 años desde la agresión atómica contra Japón, ningún presidente norteamericano había hecho acto de presencia por alguna de las ciudades devastadas.

Pero tampoco pidió perdón.

Casi está de más recordarlo, pero en 1945 la fuerza aérea de los Estados Unidos, bombardeó con dispositivos atómicos las ciudades de Hiroshima, el 6 de agosto de ese año, y Nagasaki tres días después. Ante tan categórica demostración de fuerza el imperio japonés aceptó su derrota y los términos de una rendición incondicional, poniendo punto final al conflicto bélico más destructivo en la historia humana, un penoso capítulo conocido como segunda guerra mundial.

La decisión de tirar la bomba atómica sobre las ciudades japonesas ha sido analizada y debatida a lo largo de todos estos años. Militares, políticos, historiadores, científicos y un largo etcétera se han sumado a ofrecer diversos puntos de vista. Se han tomado en cuenta los valores éticos, las perspectivas militares, las de la geopolítica y otro largo etcétera para poner en contexto y evaluar las repercusiones de tales medidas.

Hoy propongo otra óptica.

Comienza con destacados pintores y termina por el principio.

Me llama la atención la pintura producida en Europa previo, durante y después de la primera guerra mundial. Antes del conflicto armado se aprecia una constante presente, en mayor o menor medida, en los universos visuales de diferentes artistas. Hay un canto alabando la modernidad y a su aterrador promotor: la máquina. En este momento ella representaba la esperanza de un mundo mejor. Pero en la medida que los acontecimientos se desenvolvieron e irrumpió la metralla, el canto esperanzado se transformó en reclamo. La máquina se volvió contra su creador y en lugar de liberarlo del trabajo enajenante, lo mató y lo destruyó. Pero sobre todo lo deshumanizó. La maquina guerrera permitió acabar con regimientos enteros sin tener que ver la mueca de dolor en el rostro del enemigo. Y de eso hablaron los pintores. Los collages de Max Ernst, de Hannah Höch, los personajes mutilados de Otto Dix y los autómatas de Hausmann y de Grosz. El arte de la época advirtió sobre el peligro de fomentar una relación enajenada con el desarrollo tecnológico, donde la creación, la máquina, termina dominando las intenciones y objetivos del creador al procurar su destrucción.

Esto se puso totalmente en evidencia durante la segunda guerra mundial. Para 1940 la Alemania Nazi dominaba con sus ejércitos de invasión buena parte de Europa. Es evidente que el poderío militar de esa nación se debió a su mayor arsenal de máquinas de guerra y a la superioridad técnica de estas. Obvio decir que también a la táctica para usarlas y a decir de muchos especialistas, habría que tomar en cuenta la particular visión que los alemanes introdujeron a la ética y códigos de guerra. Precisamente a ese concepto que los artistas premonizaron años antes: la deshumanización. Los alemanes al sentirse, como Donald Trump, seres superiores, no tenían porqué rendir cuentas a nadie ni constreñirse a ningún postulado ético proveniente de seres inferiores.

En el desarrollo de los acontecimientos hubo un momento en el que los alemanes y sus sueños de conquista, se enfrentaron con problemas prácticos evidentes. Su intención era invadir Inglaterra pero las características geográficas, el hecho de ser una gran isla, impedían el avance de los ejércitos. Como todo mundo sabe la solución alemana fue intentar dominar los cielos de Inglaterra, para después instrumentar una invasión terrestre. A partir del verano de 1940 su fuerza aérea, la Luftwaffe, se enfrentó a su contraparte inglesa, la Royal Air Force (RAF), en un episodio conocido como la batalla de Inglaterra. La gran confrontación en los aires.

Al principio los objetivos fueron bases militares e instalaciones industriales. Eventualmente esto se salió de control y los bombardeos involucraron áreas civiles. La reacción no se hizo esperar y, en represalia, la RAF bombardeó algunas ciudades alemanas entre ellas Berlín. Después de esto, el bombardeo se sistematizó como táctica de destrucción. Y este fue el principio. Aquí fue donde se tomó la decisión de lanzar la bomba atómica. En medio de una escaramuza y con el código de Hammurabi (ojo por ojo…) como patrimonio moral, comenzó la escalada que culminó con dos bombas atómicas y el exterminio casi total de dos ciudades japonesas habitadas por civiles y con prácticamente nulos intereses militares. Con ese intercambio de bombas sobre Londres y Berlín, comenzó la guerra más destructiva en la historia de la humanidad, porque los bombardeos aéreos despedazaron una noción del código de guerra: la seguridad de la población civil.

Las guerras hasta antes de esta decisión, eran confrontaciones entre ejércitos preparados para las guerras. Claro que siempre hubo repercusiones entre los civiles y hubo daños colaterales, pero la ejecución de bombardeos masivos sobre ciudades significó un cambio anti ético en la guerra y permitió que el objetivo fuera la población civil. Las bombas mataban gente, pero también destruían el entorno, el pasado, la memoria, el legado histórico. Y esto pervirtió completamente el panorama.
El avión, y tiempo después la bomba teledirigida alemana, posibilitaron que una persona a miles de kilómetros del frente de guerra fuera atacada. La destrucción y la posibilidad de matar mutó de ubicación geográfica. La tecnología y su avance vertiginoso hizo posible que el frente de batalla estuviera en todas partes. Como consecuencia la guerra estuvo en todas partes. Desgraciadamente la idea moral, el sustento ético de la guerra, nunca avanza con la misma velocidad que el impulso tecnológico. Esto hizo que también mutara y perdiera su sentido. De esto habló Obama en su discurso. Cito aquí sus palabras: “Progreso tecnológico sin un equivalente progreso en instituciones humanas puede condenarnos. La revolución científica que nos llevó a separar el átomo, requiere también una revolución moral”.

Evidentemente esta revolución moral por la que clama el hombre más poderoso de la tierra, el presidente Barak Obama, no se dio en la segunda guerra mundial y por el contrario este conflicto armado quedó marcado por una clara tendencia hacia lo opuesto. Dejó de ser un enfrentamiento entre ejércitos y se convirtió en un esfuerzo irracional por provocar daño y víctimas. Sin importar que estas fueran soldados o civiles indefensos. Una catedral o una obra de arte.

Por cierto, esta última frase nos debería llevar a pensar en que los ataques con aviones no tripulados, los llamados drones, con su carga de destrucción y víctimas colaterales, a últimas fechas tan utilizados por las fuerzas militares norteamericanas en su guerra contra el terrorismo. Sinceramente creo que, para ponerlo en palabras de Obama, el uso de drones, no corresponde a esa “revolución moral” acorde a la revolución científica y los resultados, no voy a ahondar en ellos, están a la vista.
Permítame el lector llevarlo a otros territorios.

La batalla de Austerlitz, diciembre de 1805. La llamada “Batalla de los Tres Emperadores” donde estuvieron presentes Napoleón de Francia, Alejandro I Zar de Rusia y Francisco II del Sacro Imperio Romano Germánico.

Ha sido descrita por infinidad de plumas y pinceles. Yo convoco la de Tolstoi, que en su monumental novela “Guerra y Paz”, se toma una buena cantidad de páginas para recrearla. Ahí nos describe una escena impensable en la guerra moderna. Es el final de la batalla y el príncipe Andrey Bolkonsky uno de los protagonistas de la novela, qué páginas antes había hecho un heroico esfuerzo para impedir que su bandera cayera en manos del enemigo, se encuentra herido, en el umbral entre la vida y la muerte. Tiene los ojos cerrados y tirado en el piso es incapaz de moverse. Pero su mente contempla todo desde las altura y escucha perfectamente lo que sucede a su alrededor. Por ahí pasa Napoleón dando órdenes para fortificar las baterías y revisando el campo de batalla. Le llaman su atención dos cadáveres de soldados enemigos. Exclama, “¡Qué hombres tan apuestos”.

Napoleón se acerca a Andrey dándolo por muerto. Dice Tolstoi: “Y después de alejarse unos pasos, se detuvo junto al príncipe Andrey, que estaba echado de espaldas con el asta de la bandera tirada a su lado (los franceses se habían llevado la bandera como trofeo).

“-¡Qué hermosa muerte!- exclamó.”

¿Sería esta la idea que animó a Obama? Ningún presidente norteamericano se había acercado siquiera a Hiroshima o Nagasaki. ¿Será que toda esa ceremonia, las flores, el discurso, abrazar a los sobrevivientes, en un plano cifrado hacia la eternidad quería expresar ¡qué hermosa muerte!, en lugar de pedir perdón? Me quedo pensando… ¿qué opinan ustedes?.

Pero continuemos, quedémonos en la Europa Oriental, en Napoleón contemplando la bella muerte de los Rusos y como dije antes, en un pasaje impensable en la guerra moderna. Ahora los que manejan los esfuerzos de lucha ni siquiera son molestados por las visiones de las víctimas. En un macabro desarrollo de la tecnología, el mariscal está a decenas de miles de kilómetros contemplando todo en varias pantallas de televisión.

Esta noción de alejar el frente de batalla de las personas que tomaban las decisiones de las mismas (entiéndase el alto mando político-militar), comienza en la segunda guerra mundial con la implementación del bombardeo aéreo.
Respondiendo a tácticas de guerra obligadas por las condiciones prácticas, el esfuerzo de guerra aliado, esa coalición encabezada por Inglaterra, Estados Unidos y Francia, se concentró en bombardear ciudades alemanas. A partir de 1942 el bombardeo fue sistemático. Se dice que de los casi 5 y medio millones de alemanes muertos durante el conflicto, aproximadamente 2 millones 100 mil de ellos, fueron civiles que fallecieron como consecuencia de los bombardeos. Ciudades enteras fueron prácticamente borradas del mapa, con los casos de Hamburgo en julio de 1943, donde murieron 35 mil personas, en su mayoría civiles, y la tormenta de fuego de Dresde, en febrero de 1945, donde desapareció el centro de la ciudad y las víctimas se estiman entre 22 mil y 45 mil. Es entendible que la imprecisión en la cifra es proporcional al tamaño de confusión provocado por la destrucción.

Aquí no hay pintores. Están las fotografías que en su purísima verdad dan testimonio de las ciudades devastadas. Pongan en su barra de búsquedas bombardeo de Londres, Berlín, Dresde, Hamburgo, Rotterdam y ruinas en blanco y negro se apoderarán de la pantalla de su computadora.

En marzo de 1945 una oleada de bombarderos B-29 de la fuerza aérea de los Estados Unidos arrojó Napalm sobre Tokyo. Condiciones atmosféricas, el hecho de que la gran mayoría de las casas de Tokyo eran de madera y la precisión del ataque, se combinaron para generar una tormenta de fuego que destruyó una cuarta parte de la ciudad, provocando unas 100 mil víctimas mortales.

La decisión para lanzar la bomba atómica estaba tomada. Al presidente Truman jamás le tembló la mano. No tenía por qué hacerlo, ya en Tokyo habían muerto muchos más de los que morirían en Hiroshima como consecuencia directa del estallido de la bomba. El hecho de que se estaba usando un dispositivo novedoso, del cual los norteamericanos tenía la “patente” exclusiva hasta el momento, fue considerado una ventaja. Porque la bomba fue una demostración de fuerza y establecerse como los poseedores de una tecnología destructiva que nadie tenía y lo que es más, fue un acto que demostraba que no se iban a tocar el corazón para volverla a usar. Los actos actos tienen también una dimensión simbólica y usar la bomba fue decirle a la Unión Soviética: ya fuimos aliados para acabar con alemanes, italianos y japoneses, pero ni se te ocurra ponerte en nuestra contra. También el uso de la bomba permitió arrinconar a Japón para rendirse rápido e incondicionalmente ante un solo amo, los norteamericanos, que gozaron las prerrogativas de tutelar a ese país por una buena cantidad de años.
Al final mi postura es que fue inmoral tirar la bomba, pero fue inmoral desde la primera que se soltó en Guernica por un Stuka alemán. Lo inmoral y que muy pocos han reclamado a lo largo de todos estos años, fue atacar población civil, destruir por destruir y que nadie dijera nada ni intentara impedirlo.

Para Guernica ya saben a qué pintor conjurar.

Para lo inmoral de los bombardeos sistemáticos los invitó a leer del gran escritor alemán W. G. Sebald (1944-2001) “Sobre la Historia Natural de la Destrucción”, donde hace un detallado recuento de cómo se perdió por completo la dimensión humana de la destrucción. Y debido a que Alemania no tenía altura moral, desgarrada por el actuar de los nazis que habían perpetrando los crímenes contra la humanidad más detestables en la historia, estaban imposibilitados de reclamar nada. Por eso prefirieron callar y olvidar.

Para terminar, invitar al señor Obama a comenzar pronto la revolución moral que debe ir asociada a la revolución tecnológica. Que prohiba el uso de drones en zonas de declarada presencia de civiles, sería demostrar un pequeño avance.
Por hoy es todo.

Ya seguiremos hablando de este tema en otra ocasión.

 

Jaime Casillas-Ugarte

Jaime Casillas-Ugarte es colaborador de Entre Noticias:

Aspirante de escritor, dibujante, pintor, cineasta, guionista, fotógrafo, ciclista, beisbolista, corredor, futbolista, crítico de cine, crítico de arte, melómano, gourmet y sommelier. Trato de entender este desastre y darle un sentido. Y para eso escribo.

@uva_canibal

 

 

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