Por Juan J. Paz y Miño Cepeda
En 1831 el francés Alexis de Tocqueville (1805-1859), junto con Gustave de Beaumont, fue enviado a los Estados Unidos de América, para informarse sobre el sistema penitenciario, que despertaba enorme interés. Tras nueve meses de recorrer el país, Tocqueville escribió Del sistema penitenciario de los Estados Unidos y de su aplicación en Francia (1832), que mereció el Premio Montyón, de la Academia Francesa; pero luego publicó el primer tomo de una voluminosa obra titulada La Democracia en América (1835), cuyo segundo tomo apareció cinco años más tarde (https://bit.ly/3kSn6Gj).
El éxito de La Democracia en América fue inmediato, además de haber sido premiado con 8.000 francos por la Academia Francesa. Se transformó en un “best seller” entre políticos y estudiosos, porque descubrió, para el mundo europeo de la época, un régimen republicano y presidencialista, con un tipo de “democracia” inédita. De hecho, Tocqueville inicia la obra señalando: “De las novedades que durante mi estancia en los Estados Unidos atrajeron mi atención, ninguna sobresale tanto entre mis recuerdos como la igualdad de clase, común á todos los ciudadanos. Descubrí allí sin trabajo la influencia provechosa que ejerce este hecho primordial en la sociedad. Él da al espíritu del pueblo una determinada dirección y cierto curso á las leyes; á los gobiernos máximas nuevas en que inspirarse, y particulares hábitos á los gobernados”.
La obra de Tocqueville ha pasado hasta el siglo XXI como un clásico de las ciencias sociales para la comprensión de las relaciones entre Estado y sociedad civil, sobre el valor de las libertades y la democracia, sobre el sentido de la “igualdad de clases” a la que alude su autor. Hay centenares de estudios sobre el tema. Esquematizando en algo las ideas, Tocqueville se refiere al tipo de “democracia” que encontró no solo en la institucionalidad y las leyes, sino, ante todo, en la “asociatividad” de los ciudadanos, para crear comunidades de base igualitarias, que garantizan su “libertad”. Desde luego, son conceptos con sentido propio del autor, porque Tocqueville encuentra, al mismo tiempo, sus límites en el dominio de las elites o en la existencia de la esclavitud. Pero advierte la tendencia a la “democratización” general, que la interpreta posible y deseable también para Europa: “Una gran revolución democrática se realiza entre nosotros”.
Si Tocqueville habría visitado la América Latina naciente de aquellos tiempos, sin duda habría tenido que escribir sobre la ausencia de toda democracia y el estrangulamiento de las libertades, a consecuencia del despegue de regímenes con dominación oligárquica y exclusión social. En 1831 gobernaba en Ecuador el general Juan José Flores, vinculado al conservadorismo de los hacendados serranos. Pero actuaba también un político de enorme formación intelectual: el millonario guayaquileño Vicente Rocafuerte (1783-1847), quien sería presidente del país entre 1835-1839. Por haber estudiado en Europa y haber vivido varios años en los EEUU, forjó una conciencia más adelantada que el común de sus connacionales, de modo que fue el primer mandatario ecuatoriano en preocuparse por el fortalecimiento del Estado y de la institucionalidad, la construcción de caminos y otras obras públicas (único presidente en la historia que puso su propio dinero para financiar algunas obras), el desarrollo de la educación, la implantación del laicismo (no lo logró), el crecimiento económico y la sujeción de los intereses privados al interés nacional, debiendo emplear una férrea autoridad para imponer la ley. Por cierto, Rocafuerte también escribió un folleto titulado “Ensayo sobre el nuevo sistema de cárceles” (1830), en el que destacó el sistema penitenciario estadounidense, que admiraba tanto como a ese país.
A casi dos siglos de aquella época, la democracia en los EEUU sin duda cuenta con otro tipo de estudios, tanto como la que se ha cultivado en América Latina y, desde luego, en Ecuador. La igualdad ya no es el rasgo característico de la gran nación otrora admirada en Europa y en el propio continente. La obra Capitalismo Progresista (2020), de Joseph E. Stiglitz resulta demoledora, pues verifica que el crecimiento del PIB del país no acompañó necesariamente al mejoramiento social y que se alteró desde 1980: la economía se ralentizó, el nivel de vida decayó, la desigualdad se volvió creciente, incluyendo las desigualdades de raza, condición étnica, género y oportunidades, la desigualdad en sanidad y, desde luego, en riqueza, pues el 1% de la cima dispone de más del 40% de la riqueza total del país.
El panorama en América Latina es aún más desalentador, según todos los estudios sobre el tema realizados por CEPAL, FMI, BM o PNUD. En Ecuador, si bien la tendencia hacia una mayor equidad se estancó desde 2014, ha recuperado el camino de la concentración acelerada de la riqueza desde 2017, con la reimplantación del modelo empresarial de desarrollo, y se agravó radicalmente desde 2020 bajo la pandemia del coronavirus, que privilegió supuestas políticas de “empleo”, pero a costa de los derechos laborales. Las condiciones de vida y de trabajo en el país se deterioraron como nunca antes, conforme puede seguirse en los distintos estudios que realiza la Unidad de Análisis y Estudios de Coyuntura del Instituto de Investigaciones Económicas de la Universidad Central del Ecuador (https://bit.ly/2UMM8Md), así como en los diversos informes internacionales de las mismas entidades antes citadas. Y a la economía acompañó el descalabro inevitable de la democracia.
Stiglitz comprobó que el ritmo de las desigualdades en los EEUU es fruto de la confianza desmedida en los supuestos del mercado libre. Cuestiona severamente la conducción presidencial de Donald Trump, demostrando los niveles aún mayores de concentración de la riqueza a los que se llegó durante este gobierno. Pero lo mismo que dice Stiglitz es posible encontrar en América Latina, región en la cual las ideas del “neoliberalismo” se ajustaron bien a los intereses y visiones de empresarios conservadores, atrasados y rentistas, que son responsables, junto a los gobiernos que los han representado, del derrumbe de las condiciones de vida y de trabajo en la mayoría de países.
A pesar de los datos económicos y sociales, la democracia en los EEUU sigue considerándose como un patrimonio histórico. Este rasgo, que es una especie de herencia ideológica de la valoración que realizara Tocqueville, se advierte de inmediato en A Promised Land (hay traducción al español), el reciente libro de Barack Obama, presidente de los EEUU entre 2009 y 2017. Se trata del primer tomo de sus memorias (1.129 páginas), que resulta importante para entender la historia inmediata de la potencia americana, escrito como un relato enganchador para quien lo sigue. Allí se inserta la idea de que la democracia, la libertad y la igualdad constituyen la esencia del sistema norteamericano. En ese marco, la “era Trump”, como lo ha destacado el mismo Obama en diversas entrevistas a propósito de su libro (por ejemplo, la que publicó “El País”: https://bit.ly/3ft3Ga5), evidentemente ha representado una especie de “ruptura” con la tradición histórica. Y ha resultado inédita su intemperante posición en torno a los resultados electorales, pues Trump proclamó, como si lo hubiera aprendido de algún otro político latinoamericano, que se había producido un escandaloso “fraude” en su contra.
Lo insólito es que el gran fraude, según Rudy Guliani (ex alcalde de New York y abogado de campaña de Trump) y Sydney Powell (otra abogada), habría sido orquestado desde Cuba, con máquinas de Venezuela y Hugo Chávez de por medio (https://bit.ly/35PTGEj). Esto demuestra no solo que América Latina tiene particular importancia estratégica para los EEUU, sino que la diplomacia Trump siempre ha estado muy clara que en la región resultan “enemigos” los gobiernos que no se alinean con sus políticas.
En América Latina, en cambio, el fantasma de Venezuela y de Cuba no llama la atención, porque lo han usado las derechas políticas y económicas cada vez que quieren evitar o paralizar caminos sociales que corten el poder que ha estado bajo su hegemonía. De modo que, aunque en los propios EEUU esa acusación suena ridícula y en el mundo ha provocado burlas, en nuestra región resulta convincente para quienes quieren defender un tipo de “democracia” puesta al servicio de las elites conservadoras.
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