A medida que se van conociendo más datos sobre la pandemia, los “expertos” muestran su perplejidad abiertamente. No nos referimos a los patanes que salen en los platós de televisiones, sino a los que se ven obligados a confrontar sus doctrinas con la realidad, que es el fundamento mismo de la ciencia.
Las revistas médicas, como The Lancet, son buena muestra de esos balbuceos y recientemente le ha tocado el turno a Taiwán, una isla lo suficientemente cercana a China continental como para temer que la pandemia tuviera un crecimiento explosivo. Cuando en enero del año pasado comenzó la ola de histeria, los “expertos” pronosticaron que Taiwán tendría el mayor número de “casos” fuera de China continental. Se volvieron a equivocar.
Pero una vez más, las expectativas no se han cumplido, a pesar de que Taiwán ha adoptados menos medidas restrictivas que Suecia. El gobierno isleño se ha limitado a realizar pruebas de coronavirus en la frontera y a introducir algunos controles menores. A pesar de ello, las cifras de la pandemia son elocuentes: ha tenido 7 muertos y 573 “casos” para una población cercana a los 24 millones y una de las mayores densidades de población por kilómetro cuadrado.
Los fallecidos tenían edades comprendidas entre los 40 y 80 años y la mayoría padecía problemas de salud previos.
A falta de argumentos propios, los reformistas acogen los de autoridad, remiténdose a lo que dicen y hacen algunos gobiernos del mundo que a ellos les sirven de referencia, como el cubano. La política del gobierno cubano frente a la pandemia, es equivalente o muy parecida a la de los demás, lo cual demuestra que la salud pública es ciencia pura: está por encima de las clases y de la lucha de clases.
Cuba avala las políticas sanitarias canónicas de la OMS, como avala -por cierto- muchas otras cosas (que son altamente discutibles).
También hay otra coincidencia con otras políticas de otros países del mundo: las medidas restrictivas implementadas en Cuba no tienen su origen en ninguna pandemia y, por lo tanto, las motivaciones reales hay que buscarlas en otro lugar.
En Cuba no ha habido y no hay ninguna pandemia. El número de muertos que se atribuyen al coronavirus es de 167, una cifra insignificante, sobre todo si se tienen en cuenta que en la isla fallecen anualmente más de 100.000 personas. No aparece, pues, ningún exceso de mortalidad.
Si se examina el catálogo de enfermedades con mayor efecto sobre la mortalidad en la isla, las cifras del coronavirus ni siquiera aparecerían. Por ejemplo, a la neumonía y la gripe se le atribuyen más de 8.000 muertes al año. Las enfermedades respiratorias causan más de 4.000.
Si la pandemia hubiera tenido la más mínima incidencia en Cuba, las televisiones nos hubieran saturado con “informaciones” y, sobre todo, con imágenes.
A nadie debería caberle ninguna duda de que Cuba tiene uno de los mejores sistemas de salud del mundo. Desde luego que ningún otro en América Latina se le aproxima siquiera. La mortalidad infantil (4,2 por cada mil nacimientos) es inferior a la de Estados Unidos.
Pero al mejor cirujano se le queda un enfermo en la mesa de operaciones y lo mismo ocurre con la política sanitaria, cuya vinculación con la política económica es en Cuba más evidente aún que en otros países. La Isla exporta sanidad. Es su mayor fuente de divisas, muy por encima del turismo. En 2019 la sanidad cubana aportó 6.400 millones de dólares para equilibrar la balanza de pagos.
Al mercado internacional no se puede ir con mercancías alternativas; hay que competir con las mismas reglas del juego y por eso Cuba hace y dice lo mismo que la OMS y la mayoría de países del mundo. Cuba no necesita confinamientos, ni mascarillas. Tampoco necesita vacunas, pero ha creado una, no para vacunar a su población sino porque tiene intención de venderla a los países que se la demanden.
Como en otros países asiáticos, también en Taiwán muchas personas se ponen mascarillas desde hace años a causa de la contaminación, pero no todos las llevan y, desde luego, los unos no atosigan a los otros para que se la pongan.
Gracias a la experiencia previa del Sars de 2003, Taiwán disponía de equipos para realizar pruebas de coronavirus en masa desde el primer momento, pero no lo hizo. Sólo relizó tests a una persona por cada 100.000 habitantes.
Esa política sanitaria, que contradice las recomendaciones del la OMS, es correcta y se inscribe en un marco más amplio que alcanza a los medios de comunicación: Taiwán no ha desatado la histeria ni la intimidación entre la población y los trabajadores sanitarios.
Como el resto del mundo, a falta de enfermos, Cuba envuelve su política sanitaria contra la pandemia en una nube ficticia de “casos”, “positivos” y “contagiados” que, desde el punto de vista médico son irrelevantes porque son personas completamente sanas.
La política sanitaria es tanto peor cuanto más se supedita a la política económica, aunque en el caso de Cuba hay que agradecer que con el coronavirus no haya llegado a los extremos aberrantes que alcanzó con otra pandemia anterior: la del Sida.
En una situación de histeria, lo más difícil es mantener la serenidad y el gobierno de Taiwán lo ha logrado por su experiencia previa con el Sars, que tuvo uno de sus epicentros más importantes precisamente en la isla.
Otra de las explicaciones del éxito de Taiwán es simple: no pertenece a la OMS. Por eso mismo es completamente lógico que la OMS se niegue a reconocer la eficacia de política sanitaria contra la pandemia implementada en Taiwán.
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