El 6 de agosto de 1945, hoy hace 71 años, Estados Unidos lanzó en Hiroshima, Japón, la primera bomba atómica de la historia contra seres humanos.
El ex presidente estadounidense Harry Truman, quien ordenó el bombardeo nuclear de Hiroshima y tres días después el de Nagasaki, aseguró ese mismo día en un discurso televisivo a la nación que el genocidio había significado “un gran logro científico”.
La mayoría de los norteamericanos todavía apoyan la decisión de Truman a pesar de la existencia abrumadora de evidencias históricas de que la bomba “no tenía nada que ver con el final de la guerra”, en palabras del general Curtis E. LeMay, el duro “halcón” de la Fuerza Aérea del Ejército, hizo una famosa declaración pública después de los bombardeos.
De hecho cada vez más historiadores reconocen ahora que EE.UU. no necesitaba utilizar la bomba atómica para terminar la guerra contra Japón en 1945.
La perspectiva más esclarecedora, sin embargo, proviene de los máximos dirigentes estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial. La creencia generalmente aceptada de que la bomba atómica salvó un millón de vidas está tan generalizada (aparte de la inexactitud de esa cifra, como señala Samuel Walker) que la mayoría de los estadounidenses no se han detenido a considerar algo bastante impactante para cualquiera que se preocupe seriamente del tema. No solo la mayoría de los altos dirigentes militares de EE.UU. pensaba que los bombardeos fueron innecesarios e injustificados, muchos se sintieron moralmente ofendidos por lo que vieron como destrucción innecesaria de ciudades japonesas y de lo que eran esencialmente poblaciones no combatientes.
Algunos hablaron de manera muy abierta y pública sobre el tema. El general Dwight D. Eisenhower describió así cómo reaccionó cuando el secretario de Guerra Henry L. Stimson le dijo que se utilizaría la bomba atómica:
Hasta el momento de ser lanzadas aquellas bombas atómicas, en Hiroshima y Nagasaki, los continuos bombardeos norteamericanos contra las ciudades japonesas, utilizando bombas incendiarias de alto poder, habían causado ya cientos de miles víctimas.
Un ensayo sobre la historia del Proyecto Manhattan y sus implicaciones éticas, de Miguel A. Bracchini, ingeniero de la Universidad de Austin, concluye diciendo:
Numerosos académicos –como Mark Selden, profesor de la Universidad de Cornell y editor de The Asia-Pacific Journal– han llegado a la conclusión de que las bombas no fueron tampoco el factor determinante para que Tokio se rindiera.
En su primer discurso referente al bombardeo de Hiroshima, Harry Truman afirmó: «El mundo se enterará que se soltó la primera bomba atómica del mundo sobre una base militar en Hiroshima. Esto se hizo para evitar hasta donde fuera posible la muerte de civiles.» Aunque Hiroshima tenía una base militar, ésta no fue el blanco del ataque, sino el centro de la ciudad. La mayoría de las víctimas de Hiroshima fueron civiles en realidad, incluyendo mujeres y niños. Truman agregó: «Pero ese ataque sólo es una advertencia de las cosas que vienen«. Truman hizo mención de la «gran responsabilidad que ha caído sobre nuestros hombros y que gracias a Dios llegó a nosotros y no a nuestros enemigos». «Le pidió a Dios su guía para usarla según sus fines.» Fue la plegaria escalofriante del presidente Truman.
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