Como todo mundo recuerda, septiembre también marca el aniversario del muy triste suceso del terremoto de 1985. Dos sismo potentes, de intensidad rondando los 8 puntos en la escala de Richter, sacudieron al territorio nacional ocasionando severos daños en una de las ciudades más pobladas del mundo, la Ciudad de México.
En aquellos años, yo trabajaba como camarógrafo independiente, y entre los clientes que tenía, estaba un reportero de la cadena norteamericana ABC. Desde el primer día, el mismo 19 de septiembre, no dejé de ir a trabajar todos los días, a la llamada “zona de desastre”.
Fueron días intensos, de no muy agradables vivencias, donde afortunadamente pudimos hacer bien nuestro trabajo, colgándonos inclusive, algunas medallas y consiguiendo buenas imágenes para nuestros muy prepotentes patrones, el equipo de producción de ABC news.
Recuerdo muy bien que el 2 de octubre me tocó cubrir la concentración de jóvenes, que alrededor del Angel de la independencia, conmemoraron un aniversario más de la matanza de Tlatelolco. Como el centro de la ciudad estaba sembrado de escombros y derrumbes, aquel año se canceló la habitual marcha hacia la plaza del zócalo.
Por la noche, cuando iba a entregar mi material grabado al Hotel Camino Real, donde la cadena había concentrado a su personal y equipos de operación, el encabezado de un periódico llamó poderosamente mi atención. “Estoy vivo, sáquenme de aquí”, inolvidable 8 columnas de la segunda edición del periódico “Ovaciones”, vespertino famoso por cabecear siempre en el límite de lo amarillo, lo falso y lo fantasioso. Pero, eso si, causando conmoción y muchas ventas. Según la nota, un niño llamado Ramón y apodado “Monchito”, había podido sobrevivir dos semanas atrapado entre los escombros de lo que fuera la casa de su abuelo, en la calle de Venustiano Carranza número 148. Alguien había escuchado el clamor de ayuda y según tengo en la memoria, en aquella edición, un reportero del infame segunda de “Ovaciones”, había logrado incluso, realizarle una entrevista. No fue sorpresa que para el día siguiente, mi orden de trabajo me citara en Venustiano Carranza #148, a las seis de la mañana.
Ahí, alrededor de ese derrumbe, se concentró toda la atención de la prensa nacional y extranjera, que continuaba reportando las historias terribles del terremoto mexicano. Ahí estaban todos los reporteros, camarógrafos y fotógrafos. Ahí estaban también granaderos, policías, ingenieros, rescatistas, enfermeros, médicos y autoridades civiles y militares. Todos parecían estar esperando el rescate de “Monchito”.
Lo que yo vi, fue que el edificio de junto a la vivienda del niño, era el que se había derrumbado. El edificio, de unos seis u ocho pisos, había colapsado sobre su costado izquierdo y las grandes piezas de los colados de cada piso, como lajas afiladas, habían caído sobre una vecindad de dos pisos, atravesándola como quien rebanara queso. La mitad de la vecindad estaba por debajo de las piezas de concreto, de los pisos superiores del edificio contiguo. Por cierto, un almacén y tienda de telas, tan usual en esa zona del barrio de la Merced.
La entrada a la vecindad había quedado en pie, pero estaba controlada por la seguridad pública, que no dejaba entrar a nadie. Ese día después de alebrestarnos, todos los periodistas, nos dejaron entrar a hacer imágenes en rondas de 8 a 10 personas, permaneciendo en el interior del derrumbe por cinco minutos.
En esas condiciones sólo nos quedaba esperar a que algo se produjera. O improvisar nuestro innato talento periodístico. Como el tal reportero de ABC, era un poco incapaz, todos los que trabajábamos con él y para él, habíamos desarrollado otras capacidades.
Como ya había entrado de los primeros y estaba cansado de esperar adentro de un camión de granaderos, tan cochino como si le hubiera caído todo el polvo removido por los sismos, salí a buscar la nota. Mi olfato me dijo que si yo caminaba a la calle de atrás, Corregidora, era posible que por las azoteas me pudiera mover, después de algunos brincos y escaladas, hasta postrarme en la que sería la casa de enfrente a la que había ocupado “Monchito” y su abuelo, que todavía se encontraba perfectamente de pie.
En Corregidora, penetré en un edificio donde vendían, fabricaban, exportaban y comerciaban sombreros. Diciendo buenos días y sonriendo mucho, pude colarme hasta las alturas. Unos minutos después, ahí me encontraba: en la azotea de la casa de enfrente, grabando de manera subrepticia con mi cámara Ikegami ITC 730A. Como sabíamos que no deberíamos de estar ahí, estábamos todo el tiempo tirados en el piso. Levantábamos la cabeza cada veinte minutos, o cuando hubiera algún ruido o escándalo. Grabábamos cuando veíamos algo interesante. Habría que decir que no hubo mucho y como a las 8 de la noche llegó mi relevo y yo me fui a entregar mi material y a dormir con la conciencia tranquila. Otra vez teníamos imágenes que nadie había podido conseguir.
Al día siguiente me reporté con el camarógrafo que había cubierto toda la noche. No había habido mucho. Me dijo: “Yo creo que todo esto es mentira.”
Durante el día vinieron célebres visitantes: el embajador de Estados Unidos: John Gavin, el cantante Plácido Domingo, la misma primera dama Doña Paloma Cordero y algunos funcionarios que no supe reconocer. Pero a todos los grabé, desde mi privilegiado escondite.
Ya por la tarde apareció el General Mota, plenipotenciario jefe de la policía, escoltado por un grupo de oficiales de élite. Resulta que en el interior de la casa donde yo estaba en la azotea, se habían escondido un grupo de periodistas y un par de fotógrafos. Ellos, en una de esas entradas a ver el derrumbe, se habían metido a la casa sin que nadie lo advirtiera. Y ahí adentro pasaron la noche y lo que llevaban del día, sin comer, mal durmiendo y tomando agua de una llave en la cocina de la casa.
Al aparecer el general, uno de los fotógrafos accionó su cámara y utilizó el flash. Yo vi perfecto la escena desde mi escondite. Todavía tengo grabada en mi memoria la cara del general que, muy enojado, reaccionó al flamazo de luz y con señas ordenó a su grupo de escoltas que buscaran dentro de la casa.
Claro que después de buscar, y encontrar, a los periodistas, los policías treparon a la azotea y ahí nos descubrieron. Muy por las buenas nos hicieron bajar. Nos trataron con diplomacia pero en la puerta, simbólicamente nos patearon el trasero, poniéndonos en evidencia ante los compañeros del gremio. Todos los periodistas que esperaba afuera se burlaron de nosotros y nos dijeron: “lero-lero”. Un camarógrafo de Televisa se puso flamenco y, para variar, actuó con la prosapiosa prepotencia que siempre ha caracterizado a los mediocres.
Regresé al camión polvoso y a aburrirme hasta la noche.
A estas alturas ya comenzábamos a ver la cortina de humo.
La ciudad derrumbada, las acusaciones a las autoridades de no haber actuado con presteza. En los días del temblor se nos acercaba gente, como nos veía con las cámaras, y nos contaban que aquí a unas cuadras, a la vuelta de la esquina, en diversos derrumbes, estaban seguros de que había gente con vida. Se escuchaban quejas, gritos, golpes. Unos que prendían la luz de un edificio parcialmente destruido. Nadie había acudido en su auxilio. El gobierno reconoció como 3500 víctimas mortales. Entre los periodistas se calcularon entre 10 y 15 mil fallecidos. Muchos de ellos pudieron estar vivos unos días y vivir la larga agonía de estar en derrumbes que nadie atendió.
“Monchito” tuvo a la puerta de su derruida vecindad una ambulancia esperando. Sobre la plancha del zócalo un helicóptero estacionado. Ese lo llevaría volando, al hospital militar. A “Monchito” lo fueron a visitar políticos, funcionarios, artistas y embajadores. Legiones de personas le entonaron sus rezos.
Fue hasta el día siguiente por la noche, es decir el 5 de octubre, cuando se decretó que no había evidencia de vida y el encargado del derrumbe, el Ing. Julián Abed, procedió a entrar con maquinaria a limpiar.
“Monchito”, ahora lo sé, fue un invento para distraer a la prensa. Mientras todos nos fuimos a Venustiano Carranza #148, las máquinas arrasaron otros derrumbes y comenzaron a limpiar. Entraron los trascabos, los Bulldozer, y Caterpillar fue por fin dueño de la escena. No había testigos. Tal vez ciudadanos impotentes. Los periodistas estaban todos en aquel show que fue “Monchito”, el niño vivo que nunca existió.
Por cierto, al reportero de “Ovaciones” que lo entrevistó, a ese sí le dieron una patada en el trasero y nunca se supo más de él.
Jaime Casillas-Ugarte es colaborador de Entre Noticias:
Aspirante de escritor, dibujante, pintor, cineasta, guionista, fotógrafo, ciclista, beisbolista, corredor, futbolista, crítico de cine, crítico de arte, melómano, gourmet y sommelier. Trato de entender este desastre y darle un sentido. Y para eso escribo.