Niños con piedras, se unen a protestas contra el gobierno de Honduras

La crisis social provocada por el rechazo al presidente Juan Orlando Hernández se ha extendido a todos los sectores, en la víspera del décimo aniversario del golpe de Estado. Estudiantes con edades que van de los 11 a los 18 años se han unido a las protestas en un país militarizado, en el que se respira gas lacrimógeno.

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Para este viernes y durante el fin de semana se han programado marchas en varios puntos del país.

Llevan tres días así: se encuentran alrededor de las siete de la mañana, cada bando para ordenar a sus tropas y reunir su arsenal. De un lado, cientos de jóvenes, jovencísimos estudiantes del Instituto Técnico Honduras, todos menores de edad. Ingresan a su escuela, informan a sus profesores que no asistirán a clases y se cubren el rostro con suéteres, con pañuelos, con lo que sea. Juntan piedras de la calle medio asfaltada al pie del cerro que corona la colonia Kennedy, en Tegucigalpa; alguien consigue llantas de ese lugar misterioso del que los manifestantes siempre regresan con llantas listas para ser quemadas en cualquier protesta centroamericana; y salen a desafiar al enemigo.

A unos cien metros, frente a la cancha de pasto sintético con una pequeña gradería a la que algún empresario inflado hizo llamar con grandilocuencia Estadio Emilio Larach, decenas de policías y policías militares, todos cubiertos con equipo antimotines, cuentan cartuchos de bombas de humo y gases lacrimógenos, alistan escudos protectores y cascos con viseras. Comienzan a llegar los actores secundarios: equipos de rescate, periodistas, vendedores ambulantes, representantes de organizaciones de derechos humanos, dueños de locales aledaños que los abren sin asomo de duda y curiosos que buscan el mejor lugar para la justa del día.

A eso de las nueve, la primera piedra cae a los pies de los policías. Forman una piña, aguantan las siguientes pedradas. No reaccionan. Los estudiantes se envalentonan y avanzan un poco más hasta que del grupo policial responden con las primeras bombas de humo. Los estudiantes retroceden y los policías avanzan. Es el primer paso del baile que repetirán durante unas siete horas. Los cartuchos humeantes son relanzados de un lado a otro. Los jóvenes reculan y la Policía sostiene el terreno ganado. No durará mucho. Los estudiantes tienen mejor brazo que los policías, pero sus armas son inferiores. En eso reside el equilibrio. Lejanas pedradas hacen retroceder a los agentes. Ellos mismos toman piedras y las lanzan a los estudiantes que invariablemente están demasiado lejos para la fuerza policial. Entonces recurren a la MP4 para disparar más bombas de humo.

Los enfrentamientos apenas se interrumpen cuando algún transeúnte de esos que se empecinan en que nada cambie su rutina atraviesan la luz que separa a unos de otros como si nada de aquello fuera con ellos. Un par de piedras caen a sus pies, pero el hombre continúa su marcha sin siquiera mirarlas. Ambos bandos esperan. Lo siguen con la mirada. Desde una casa alguien lo apura a gritos. Está interrumpiendo la batalla. Cuando el hombre ha terminado su recorrido vuelven al intercambio de piedras por bombas de humo.

En medio, en una lateral de tierra donde debería haber una acera, José Isabel Navarro observa la reyerta sentado, con un machete a su costado. Una silla entre los dos frentes. Primera fila. Es el palco que el estadio Larach no tiene, hecho de madera, techado, con piñas y mangos en cajas y cocos gaseados que aún aspira a vender. Su pequeño puesto de frutas ha permanecido abierto los tres días. A él los gases ya no lo hacen llorar. Tiene 75 años y la determinación de la pobreza: “¿Qué puedo hacer? Si no vendo no como. Tiran gases y gases y yo me aguanto. Ya ni pañuelo me pongo. Mejor pienso que desde aquí veo mejor el relajo”, dice, y con la sonrisa devela una dentadura con incrustaciones doradas.

Vende de pausa en pausa: A los policías, a los periodistas, a los rescatistas, a los observadores de derechos humanos y al público en general, que aplaude como en gallera cuando una piedra golpea a uno de los policías. Gritan, se ríen a carcajadas. Los policías observan de reojo. Se burlan de ellos, pero ellos deben concentrarse en esos muchachitos de 11, 14, 16 años que les lanzan piedras y que acaban de dañar seriamente un vehículo con identificaciones del gobierno conducido por un distraído empleado público que se atravesó frente a los muchachos. Diez metros más adelante ya no tenía dos vidrios y la carrocería había sufrido varias abolladuras por el impacto de decenas de piedras grandes.

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