El problema son las armas

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La cultura de las armas está impregnada en la sociedad estadounidense.

“Las armas no matan personas. Las personas matan personas”. Esta es la premisa con la que la National Rifle Association (NRA) defiende el porte libre de armas letales en Estados Unidos.

El amparo legal vendría estipulado en la Segunda Enmienda realizada a la Contitución de Estados Unidos, que indica que los ciudadanos tienen el derecho a cargar armas para protección personal y para defender a su patria en la necesidad de establecer una milicia regulada.

A pesar de que dicho texto legal fue esbozado en tiempos de una nación recién emancipada del imperio británico, con el serio riesgo de perder dicha victoria si no mantenía un regimiento de civiles armados para defenderse de un eventual contraataque europeo, los defensores del porte de armas siguen estipulando su vigencia hasta el día de hoy, haciendo todos los esfuerzos para garantizar la menor cantidad de regulación e impedimentos para dicho efecto.

Ante la oleada de masacres masivas, de parte de desenfrenados hombres armados que entran a colegios, recintos militares, universidades y otros lugares públicos para matar a cuanta gente sea posible (como en los casos de Columbine, Virginia Tech, Santa Barbara este año), la NRA sigue insistiendo que se trata de personas desquiciadas. El problema, indican, no son las armas.

Cuando estamos ante una alarmante seguidilla de casos de brutalidad policial, donde los agentes de orden disparan a sospechosos y ciudadanos comunes sin mediar otros procedimientos no letales de por medio, se insiste en que los policías se sentían amedrentados, que su vida corría peligro, y tenían el deber de disparar.

¿Por qué sentían el deber de disparar? Porque viven con miedo a que si ellos no apretan el gatillo, del otro lado les dispararán primero. Y se puede decir que ese miedo es endémico de un país donde todo el mundo puede fácilmente acceder a un arma de fuego letal, incluso automáticas (que se usan para la guerra). Entonces los policías ya se acercan al momento del procedimiento con la cabeza llena de pavor, y reaccionan ante la violencia con exagerada violencia.

Tal es el caso del niño afroamericano Tamir Rice, de 12 años, quien estaba jugando con un arma de juguete. Alguien llamó a la policía. Ya ese dato es aterrador: el hecho de que alguien se inquiete porque un muchachito ande jugando con un jueguete (¿o llamaron porque el niño era negro?). El policía, al llegar al lugar, tardó dos segundos en disparar al torso del muchacho, sin previo aviso, sin indicarle al niño qué estaba haciendo.

Llegó a matar. Ya había decidido que iba a matar.

Las personas matan a las personas. Es cierto. Vivimos en una sociedad enferma e hipócrita, donde gritamos si vemos una imagen sexual por televisión, pero somos inmunes a la violencia, a todas las películas y series donde alabamos a los vaqueros, a los policías “duros”, a los “buenos” que acribillan a los “malos”. Donde le regalamos un arma de juguete a nuestros niños para que jueguen al policía y al bandido.

Somos todos culpables. Menos las armas. No hay peor ciego que el que se niega a ver.

Porque las armas jamás han dado seguridad. Al contrario, incrementan el riesgo de que te disparen con tu misma arma. También permiten que organizaciones criminales, como los narcos mexicanos, vengan a comprar su arsenal a Estados Unidos.

Las armas convocan a más armas. No existe ninguna razón por la cual un ciudadano, que no es un soldado profesional en servicio activo, deba tener un rifle de guerra en su casa. No existe ninguna razón por la cual no deberíamos ampliar los peritajes sicológicos a las personas que poseen armas, con cierta regularidad, para evitar que desencadenen masacres colectivas. No hay ninguna razón para seguir inclinando el derecho obtuso e insensato de unas personas obsesionadas con el poder letal que otorga un arma de fuego por sobre el derecho justo e inequívoco del resto de estadounidenses de poder vivir en paz.

Por Hugo Espinoza Caut

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