Callejeario: La Tercera Avenida

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La Tercera Avenida es muy limpia, amplia y agradable. Los árboles tienen luces que se encienden al atardecer, al igual que las bien ornamentadas vitrinas comerciales. Hay gente que conduce, gente que camina, y otra clase de personas que se quedan todo el día esperando.

Un relato sobre una calle que se repite en varias ciudades de Estados Unidos, un drama que pasa todos los días frente a nuestros ojos.

«En la Tercera Avenida todos me conocen como Julio, aunque en realidad mi nombre es mucho más difícil de pronunciar. Y ya que hoy la gente no se da tiempo para cosas complicadas, decidí acortarlo y al mismo tiempo hacer un tributo al único escritor que he leído en mi vida, al francés que inventó los cohetes espaciales que viajan a la Luna.

Siempre me han gustado los viajes. No es que haya disfrutado mucho de turista; apenas he salido de mi pueblo en una ocasión, justamente para conocer la Tercera Avenida, ese lugar mítico del que todos hablaban. La famosa calle donde estaba el bienestar, el dinero, donde los viajeros llegaban para transformarse en señores, y luego volver a nuestro pequeño poblado (que apenas dos calles de tierra tiene) para construir casas de cemento, con vidrios y tejas, como en la ciudad de Guatemala.

Mis padres desconfiaban de mi cometido. Decían que el Norte estaba peligroso, pero la sangre joven es reacia a consejos. Yo quería llegar a la Luna, descubrir el mundo más allá de la selva que durante años nos ha escondido, o protegido tal vez, de lo que sucede fuera de ella. Así que durante meses junté mi dinero para la travesía, hablé con las personas que me podían ayudar a llegar al borde, y luego me fui a despedir de mi viejita, y ninguno se pudo contener las lágrimas. Mi papá me acompañó a la ciudad para tomar el bus, y allí me pasó unos billetes que secretamente venía guardando. Me dijo que no sería suficiente, que tal vez tendría que trabajar en alguna ciudad hasta juntar suficiente lana, me repitió tres veces que no hablara con otro coyote más que el referido, y solo le pagara una vez cruzada la línea.

El olor de la camisa sudada de mi padre, que tantas veces sentí desde pequeño, es lo último que me queda fuerte en el recuerdo. Lo demás trato de evitarlo, porque el paso por México duró ocho semanas, tres de ellas tratando de cruzar el desierto y siendo sorprendido por los güeros. Hay cosas que uno no desea acordarse, que terminan gestando el carácter, engrosando la piel, preparándote para lo que viene.

En Los Angeles estuve en calles similares a la avenida de mis sueños, y alguien por ahí me dijo que quizás habían muchos boulevares así en todo el país, y que mi referencia, que los cuentos de los que todos hablaban en mi poblado natal, pudieran estar distorsionados –como todas las cosas del mundo- por el tiempo y la distancia.

Mi tío Enrique (cuyo nombre imagino también fue simplificado) me llevó a trabajar con él en campos mucho más grandes que los de mi patria, recogiendo hojas, sembrando césped y cortando ramas de árboles y plantas a las que nadie les habla. Pronto hice el dinero para el bus que me llevaría a la bahía norteña, y en las noches previas soñé varias veces con las legendarias veredas, y pensaba en luces en los árboles, en tiendas comerciales con vitrinas bonitas, todo limpio y sereno.

El bus pasó por la carretera 101 y a un costado me dijeron que estaban las sedes de la NASA, donde construyen los cohetes que lanzaban al espacio, y yo pensé en un presagio, hasta que el bus se detuvo en la estación de San Mateo. Entonces me bajé y caminé (sin nada más que un bolso de mano) para encontrar mi destino.

La Tercera Avenida es muy limpia, amplia y agradable. Los árboles tienen luces que se encienden al atardecer, al igual que las bien ornamentadas vitrinas comerciales. Hay gente que conduce, gente que camina, y otra clase de personas que se quedan todo el día esperando. Entre ellos hay rostros que puedo reconocer, porque se parecen a mis primos y a mis vecinos. Algunos hablan mi idioma, pero en general prefieren el español. “Mi nombre es Julio”, les digo. Me indican que hay dos leyes: no comer en frente de otro paisano hambriento, y no aceptar menos que 80 dólares por día.

Una camioneta se acerca y un güero saca la cabeza y dice algo que no entiendo. Al principio todos se abalanzan para escuchar, pero luego se alejan como desmotivados. Se escucha un murmullo, que el trabajo es muy pesado, que es lejos, que pagan lo mínimo. Entonces miro hacia la mítica calle nuevamente, mi soñado paraje ante mis ojos, y en los cables eléctricos unos cuervos negros como el duelo se posan ante el inclemente Sol».

Relato por @drugoespinoza, basado en hechos reales.

Crédito foto: Mary Odem, Southernspaces

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